miércoles, 28 de abril de 2010

EL FASCISMO ALEMAN

Sólo la dictadura alemana establecida a raíz de la llegada de los nazis al poder el 30 de enero de 1933 fue una dictadura radicalmente totalitaria. Algunas de las dictaduras europeas (Hungría, Rumanía, Bulgaria) -y el régimen fascista italiano- se integraron en el nuevo orden que Hitler intentó crear a partir de 1939. Otras (Austria, Grecia, Polonia) sucumbieron ante él; una, Portugal, quedó al margen.
Con todo, las diferencias entre el nacional-socialismo alemán y el mismo fascismo italiano -arquetipo, como es lógico, del fascismo- eran considerables. Hitler tenía algún punto en común con Mussolini al que, al menos hasta los años de la II Guerra Mundial, admiró sinceramente. Ambos eran de origen modesto y oscuro. De Mussolini ya se dijo algo anteriormente. Hitler, austríaco de nacimiento, hijo de un funcionario de aduanas y de una criada, mal estudiante (quiso, sin éxito, estudiar Bellas Artes), vivió hasta 1914, en Viena y Munich, una vida anodina y mediocre, con graves dificultades. Mussolini y Hitler lucharon como voluntarios en la I Guerra Mundial. Hitler se incorporó al ejército bávaro (no al austríaco) y ganó dos Cruces de Hierro al valor. Pero sus personalidades no eran idénticas. Hitler era ante todo un desequilibrado, un iluminado de psicología seudodelirante y oratoria ciertamente electrizante, y también hombre de aguda inteligencia política y gran capacidad para la maniobra y la intriga.
Sobre todo, la mezcla atropellada de nacionalismo fanático, fantasías racistas pangermánicas, antisemitismo patológico, voluntad de dominio mundial y simplificaciones geopolíticas que definían al nacional-socialismo y que Hitler resumió en su libro Mein Kampf (Mi lucha), que escribió en la cárcel y publicó con gran éxito en 1925, era por completo ajena al mundo intelectual en que se movía el fascismo italiano. Mussolini sólo aprobó leyes antisemitas en 1938, cuando Italia era un Estado satélite de Alemania. Hasta esa fecha, la comunidad judía italiana convivió cómodamente bajo el fascismo. Una intelectual veneciana de esa ascendencia, biógrafa y amante del Duce, Margherita Sarfatti, fue una de las inspiradoras del movimiento artístico y cultural Novecento, que, basado en la idea de un retorno al espíritu y estética del Renacimiento, llegó a hacer en algún momento -en la década de 1920- las veces de cultura oficial del fascismo.
Y a la inversa, el corporativismo, casi definidor del proyecto italiano, no existió en el nacional-socialismo. La importancia del Partido fue mucho mayor en la Alemania nazi que en la Italia fascista. Ésta fue desde luego menos totalitaria y violenta que la dictadura alemana. Mussolini interfirió poco en la burocracia, la justicia y el Ejército. La represión italiana fue comparativamente menor. Pese a su encuadramiento en la organización Balilla, las juventudes italianas siguieron siendo educadas más en la pedagogía tradicional católica que en el fascismo. La sociedad italiana veía incluso con distanciada ironía los rituales y fastos del fascismo: la figura de Starace, el servil y vanidoso secretario del Partido, fue literalmente destruida por los numerosos, divertidos y crueles chistes que a su costa circularon.
Todo ello fue imposible (e impensable) en la Alemania nazi. El tipo especial de liderazgo de Hitler, el carácter paramilitar del Partido, el antisemitismo, el uso formidable de la propaganda -que hizo del principio político del Führer la clave del Estado-, la violencia represiva, los componentes míticos y raciales que impregnaban su nacionalismo, hicieron de la dictadura alemana y del nacional-socialismo algo distinto de otros fascismos europeos. Su base social era, sin embargo, parecida a la del fascismo italiano: elementos de todas las clases sociales, pero con presencia mayoritaria de sectores de las pequeñas burguesías urbanas y rurales y muy fuerte representación de jóvenes.
El nacional-socialismo surgió en un país con una fuerte tradición nacionalista y en un país derrotado, lo que hizo que los nazis pudieran exacerbar los sentimientos nacionalistas de la población. La democracia alemana, la República de Weimar, fue una democracia débil, condicionada, como quedó dicho, por su origen -aceptación del humillante tratado de Versalles- y por una gran inestabilidad gubernamental. Que en 1925, Hindenburg, el "héroe de la guerra", resultara elegido presidente de la República con fuerte apoyo popular (14,6 millones de votos, un millón más que el candidato socialista, Wilhelm Marx) fue ya bien significativo.
La prosperidad económica de los años 1924-28 hizo creer que, pese a todo, la República podría estabilizarse. Precisamente esos fueron los años en los que el partido nazi, el NSDAP, aun sobreviviendo al fracaso del "putsch de la cervecería" de 1923 y al encarcelamiento de Hitler, vio que su influencia y actividad disminuían considerablemente. Pero cuando la crisis de 1929 rompió el equilibrio económico y político del país, el ascenso de los nazis fue imparable.
En efecto, las consecuencias inmediatas de aquella crisis -que en Alemania se notaron ya en el último trimestre de 1929- fueron la ruptura de la coalición gubernamental entre socialistas y populares que había sido el principal soporte de la República, la formación de una liga patriótica entre la derecha nacionalista de Alfred Hugenberg y los nazis contra el Plan Young (el nuevo esquema para pagar la deuda alemana trazado por el financiero norteamericano Owen D. Young) y una polarización acusada. Los resultados de las elecciones de 1930 vieron ya un espectacular aumento del voto de nazis y comunistas. Los nazis ganaron unos 6 millones de votos respecto a las elecciones anteriores (1928) y pasaron de 13 a 107 diputados, y de un 2,6 por 100 a un 18,3 por 100 del voto; los comunistas, el KPD, pasaron de 54 a 77 escaños. El trasvase de votos de los partidos de centro y de la derecha moderada a los nazis fue evidente.
Desde 1929-30 se agudizaron todas las tensiones de la sociedad alemana. El desempleo aumentó hasta llegar a la cifra de 6 millones en 1932. Reapareció la inseguridad económica: por temor a quiebras en cadena, los bancos estuvieron cerrados entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La radicalización de las actitudes políticas se acentuó. La política del gobierno del canciller Brüning -un gobierno de coalición de centro-derecha, sin mayoría en el Reichstag, formado a fines de marzo de 1930- fue una política deflacionista correcta (recortes del gasto público, mayores impuestos, aplazamiento del pago de la deuda, control de precios y salarios), pero resultó muy impopular. Los nazis capitalizaron en su favor el clima de incertidumbre y malestar social creado por la crisis. En las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1932, en las que Hindenburg fue reelegido, Hitler obtuvo 13 millones de votos (Hindenburg, 19 millones; Ernst Thaelmann, candidato comunista, algo más de 3 millones). En las elecciones generales de 31 de julio de 1932, los nazis, con 230 diputados y 13.745.781 votos, el 37,3 por 100 del voto popular, fueron ya el primer partido del país; lo siguieron siendo tras las nuevas elecciones del 6 de noviembre de ese año pese al retroceso de un 4 por 100 de votos que sufrieron.
Hitler representaba, evidentemente, un hecho nuevo, y a su manera revolucionario, en la política alemana. Llegó al poder ante todo por el apoyo popular que él y su partido supieron conquistar. Pero lo hizo también con ayuda de la derecha tradicional. La alianza con Hugenberg de 1929 le dio la respetabilidad política de que hasta entonces carecía. Las intrigas y maniobras del viejo Presidente Hindenburg (85 años en 1932) y de su camarilla jugaron a su favor. Hindenburg cesó a Brüning en mayo de 1932 y encargó el gobierno a Franz von Papen (1879-1969), un diplomático vinculado a altos círculos de la aristocracia, con fuertes apoyos en los medios financieros y militares, que se propuso controlar a los nazis y devolver así la confianza a los grandes grupos económicos e inversores. Hindenburg, luego, en diciembre de 1932, no apoyó en cambio suficientemente a Kurt von Schleicher, otro aristócrata y militar distinguido, que formó gobierno (tras cesar Von Papen, derrotado en el Parlamento) con la idea de lograr una nueva alianza con los católicos y los socialistas para detener el avance de nazis y comunistas. Finalmente, Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de enero de 1933 a instancias de von Papen -vicecanciller en ese gobierno-, creyendo que no sería difícil controlar y manejar al líder nazi. Hitler, además, recibió apoyos financieros de algunos industriales como Fritz Thyssen, magnate siderúrgico, Emil Kirchdorf y Friedrich Flick, grandes propietarios de minas de carbón, de los banqueros Von Stauss y Von Schröder y de algún otro (si bien el número de grandes capitalistas nazis fue escasísimo, las grandes entidades e instituciones patronales y financieras no apoyaron a Hitler, e industriales, financieros y hombres de negocios influyeron poco o nada en las decisiones que tomó una vez en el gobierno).
Pero otras circunstancias favorecieron igualmente el ascenso de Hitler al poder. La salida de los socialistas del gobierno en 1930 fue un error: no volvió a haber gobiernos parlamentarios. Socialistas y sindicatos hicieron fracasar la oportunidad que pudo haber sido el gobierno Schleicher. El radicalismo ideológico de los comunistas fue aún más grave. El KPD consideraba a los socialistas, denunciados obsesivamente como "social fascistas", como su principal adversario, no a los nazis. Entendían que la llegada de éstos al poder supondría la última carta del capitalismo, un "fenómeno pasajero", preludio evidente de la revolución obrera. En las elecciones de noviembre de 1932, las últimas antes de la llegada de Hitler al poder, los socialistas lograron 7.248.000 votos y los comunistas, 5.980.200: juntos sumaban más votos que los nazis. Los comunistas hicieron imposible la unión de la izquierda.
Quienes creyeron que podían manejar a Hitler se equivocaron. Aunque el gobierno que formó el 30 de enero de 1933 sólo incluía otros dos nazis (Goering y Frick), Hitler procedió con extraordinarias determinación y celeridad a la conquista del poder y a la destrucción fulminante de toda oposición (en contraste con Mussolini que, como se recordará, tardó tres años en instalar un régimen verdaderamente fascista). Hitler forzó a Hindenburg a autorizarle la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, que se celebraron (5 de marzo de 1933) en un clima de intimidación y violencia extremadas, desencadenadas por las fuerzas paramilitares nazis, las SA, y con las garantías suspendidas como consecuencia del incendio del edificio del Reichstag (27 de febrero), que Hitler denunció como una conspiración comunista (el KPD fue, por ello, ilegalizado).
Tras ganar las elecciones con el 44 por 100 de los votos, Hitler logró que las cámaras aprobaran con la sola oposición de los socialistas una Ley de Plenos Poderes que le convertía virtualmente en dictador de Alemania. El 7 de abril, nombró delegados del gobierno (Statthalter) en los distintos estados y a principios de 1934, disolvió los parlamentos regionales y el Reichsrat, la segunda cámara, cámara de representación regional. El 10 de mayo de 1933, prohibió el partido socialista, el SPD; centenares de dirigentes socialistas y comunistas fueron enviados a campos de concentración.
La noche del 29 al 30 de junio, Hitler, usando las SS de Himmler, procedió a la ejecución sumaria de los dirigentes del ala radical del partido (Ernst Roehm, Gregor Strasser) y de personalidades independientes, como el exjefe del gobierno Schleicher (y su esposa) y el líder católico Klausener, por supuesto complot contra el Estado: 77 personas fueron asesinadas en aquella noche de los cuchillos largos, como se la llamó, y varios centenares más en los días siguientes. El 14 de julio, tras obligar a los restantes partidos a disolverse, Hitler declaró al partido nazi, al NSDAP, partido único del Estado. El 19 de agosto de 1934, asumió la Presidencia-(aunque usó siempre el título de Führer), tras la muerte de Hindenburg y luego de un plebiscito clamoroso en que logró un 88 por 100 de votos afirmativos. La dictadura alemana había quedado en menos de un año firmemente establecida.
Una vez en el poder, los nazis hicieron un uso excepcionalmente intensivo de los mecanismos totalitarios de control social (policía, propaganda, educación, producción cultural). Más que formas más o menos autoritarias de coerción, impusieron un verdadero régimen de terror policial. El primer campo de concentración para prisioneros políticos se abrió el 20 de marzo de 1933, antes de transcurridos dos meses de la llegada de Hitler al poder. En 1929, Hitler había nombrado a Heinrich Himmler (1900-1945), un hombre minucioso y ordenado, jefe de su guardia personal, de las SS (Schutzstaffel o escalón protector) que hacían, además, las veces de servicio de seguridad. En 1934 le dio el control de la Gestapo (Geheime Staatspolizei), la policía secreta, que reorganizó como una subdivisión de las SS. En 1936, con la integración de todas las fuerzas policiales y parapoliciales (SS, Gestapo, Policía de Seguridad, Policía Criminal, Policía Política) bajo el mando de Himmler, la Alemania hitleriana se convirtió en un estado policíaco. El poder de las SS y de la Gestapo -unos 238.000 hombres en 1938-, que controlaban también los campos de concentración y los servicios de espionaje, fue inmenso, un Estado dentro del Estado. El número de presos políticos era en 1939 de 37.000.
Los nazis hicieron un uso excepcional de la propaganda y la cultura como formas de manipulación de las masas, de movilización social y de indoctrinación colectiva. Antes incluso de llegar al poder, Hitler y Goebbels (1897-1945), un intelectual mediocre y novelista fracasado, militante primero de la izquierda nazi pero unido a Hitler desde 1926, habían usado con extraordinario éxito los mítines de masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosalistas. Una vez en el poder, Goebbels, nombrado ministro de Ilustración y Propaganda en marzo de 1933, con control sobre prensa, radio y todo tipo de manifestación cultural, hizo de la propaganda el instrumento complementario del terror en la afirmación del poder absoluto de Hitler y su régimen.
Las bibliotecas fueron depuradas de libros "subversivos". El arte expresionista y de vanguardia fue considerado como un "arte degenerado"; en su lugar, el arte nacional-socialista exaltó el clasicismo greco-romano, la grandeza y los mitos alemanes, el heroísmo y el trabajo. Conocidos escritores y artistas no nazis (Thomas y Heinrich Mann, Lang, Gropius, Brecht, Dix, Grosz, Beckmann y muchos otros) y centenares de intelectuales, científicos, profesores, artistas y músicos judíos tuvieron que exiliarse. Goebbels cuidó especialmente la radio, el cine y los grandes espectáculos. La producción de documentales y de films de ficción que por lo general glorificaban el pasado alemán y el régimen hitleriano (explícitamente antisemitas y xenofóbicos) aumentó considerablemente y su proyección se hizo obligatoria. Los espectáculos de masas en grandes estadios, en explanadas al aire libre, con uso abundante de recursos técnicos novedosos (luz, sonido, rayos luminosos), alcanzaron una perfección efectista sin precedentes. En concreto, la fiesta anual del Partido, organizada en el Luitpoldhain de Nurenberg, preparado debidamente por el arquitecto Albert Speer, era un espectáculo grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se alineaban ante Hitler, con disciplina y marcialidad extremas, miles de hombres de las SA y de las SS entre mares de svásticas y de estandartes nacionales, en una formidable liturgia nacional que sancionaba la arrebatada vinculación orgánica del Führer con su partido y su pueblo. En el mismo espíritu, Goebbels hizo de los juegos Olímpicos de 1936, celebrados en Berlín, una verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler.
Los cuerpos de profesores de los distintos niveles de enseñanza fueron inmediatamente depurados. La educación quedó en manos de profesorado nazi. En 1936, se hizo obligatoria la afiliación de los jóvenes a las Juventudes Hitlerianas. El sistema judicial, también depurado, quedó subordinado al poder arbitrario de la policía. Mussolini, en Italia, respetó a la Iglesia católica y firmó con ella los pactos de Letrán. Los nazis, cuya ideología era paganizante y atea, sometieron a las Iglesias protestantes al control del Estado y del Partido. Quienes se negaron, como los pastores y teólogos de la Iglesia Confesional -como Dietrich Bonhoeffer o Martin Niemóller- fueron duramente represaliados. El Concordato que la Alemania nazi firmó con la Santa Sede el 20 de julio de 1933 les hizo ser más tolerantes con los católicos. Pero la animadversión de los nazis al catolicismo -una religión no nacional- era manifiesta. Las violaciones del Concordato hicieron que el papa Pío XI condenara el nacional-socialismo como doctrina fundamentalmente anticristiana en su encíclica Mit brennender Sorge (Con pena ardiente) de 1937.
Hitler controló igualmente el Ejército. Tras su elección como Presidente (19 de agosto de 1934), exigió a los militares un juramento de lealtad a su persona. El 4 de febrero de 1938 destituyó al ministro de la Guerra, mariscal Von Blomberg, y al jefe del Ejército, general Beck, y asumió el mando de las fuerzas armadas. Desde 1933, el 1 de mayo quedó proclamado como fiesta del "trabajo nacional". Los sindicatos de clase fueron prohibidos y se crearon en su lugar sindicatos oficiales, el Frente de los Trabajadores Alemanes: las huelgas y la negociación colectiva fueron prohibidos.
El 1 de abril de 1933 se decretó el boicot a los comercios judíos. Seis meses después, una ley excluyó a los judíos de toda función pública. El 15 de septiembre de 1935, el Partido proclamó las leyes de Nurenberg, leyes racistas que privaban a los judíos de la nacionalidad alemana y les prohibían el matrimonio y aun las relaciones sexuales con los alemanes: 600.000 personas quedaron de inmediato privadas de la nacionalidad. En la noche del 7 al 8 de noviembre de 1938, "la noche del cristal", sinagogas, comercios y propiedades judías fueron asaltadas e incendiadas en toda Alemania: 91 personas fueron, además, asesinadas. De momento se trataba de provocar la emigración masiva de los judíos. Luego, en 1941, comenzó el horror, una nueva fase de represión que culminaría en la ejecución de unos seis millones de judíos, en el Holocausto, como "solución final" al problema.
ORIENTACION POLITICA HACIA EL ESTE
Dos razones me inducen analizar de modo especial las relaciones entre Alemania y Rusia: primeramente, por tratarse quizás de la cuestión más importante de toda la política exterior alemana, y en segundo lugar, por constituir la piedra de toque que d la medida de la capacidad política del pensar clarividente y del justo modo de obrar del joven movimiento nacionalsocialista.
En términos generales haré todavía la consideración siguiente: La política exterior del Estado racista, tiene que asegurar a la raza que abarca ese Estado, los medios de subsistencia sobre este planeta, estableciendo una relación natural, vital y sana, entre la densidad y el aumento de la población, por un lado, y la extensión y la calidad del suelo en que se habita, por otro.
Sólo un territorio suficientemente amplio, puede garantizar a un pueblo la libertad de su vida. Además, no hay que perder de vista que, a la significación que tiene el territorio de un Estado como fuente directa de subsistencia, se añade la importancia que debe reunir desde el punto de vista político-militar. Aún cuando un pueblo tenga asegurada la subsistencia gracias al suelo que posee, será necesario todavía, pensar en la manera de garantizar la seguridad de este suelo; seguridad, que reside en el poder político general de un Estado, el cual depende, a su vez, en gran parte, de la posición geográfico militar del país.
Bajo tales circunstancias, sólo como potencia mundial, podrá el pueblo alemán defender su futuro. Casi por espacio de dos mil años, ha sido historia universal la defensa de los intereses de nuestro pueblo, que es como propiamente deberíamos llamar a nuestra actividad, más o menos acertada, de política exterior. Nosotros mismos hemos sido testigos de ello: pues la gigantesca conflagración de los pueblos, en los años de 1914 a 1918 –denominada la Guerra Mundial-no fue otra cosa que la lucha del pueblo alemán por su existencia sobre la tierra.
El pueblo alemán entró en aquella lucha como una pseudo-potencia mundial y digo pseudo, porque, en realidad, no era una potencia. Si en 1914, hubiese sido otra en Alemania, la relación entre la superficie de su territorio y la densidad de su población, la nación alemana hubiese podido considerarse efectivamente como una potencia mundial y la guerra, prescindiendo de un sinnúmero de otros factores, hubiera podido concluir favorablemente.
Alemania no es, en el presente, una potencia mundial. Aun cuando nuestra actual importancia militar, fuese superada un día, ya no tendríamos derecho a pretender tal título. Considerando la cuestión desde el punto de vista netamente territorial, el área de Alemania aparece insignificante en comparación con la de las llamadas potencias mundiales. No tomemos el caso de Inglaterra como prueba de lo contrario, pues el territorio de la metrópoli en Europa no es, a decir verdad, más que la gran capital del imperio británico mundial que abarca casi una cuarta parte de la superficie del globo.
Luego debemos considerar por orden de magnitud como naciones gigantescas: la Unión Norteamericana, Rusia y China; todas ellas, circunscripciones territoriales diez veces mayores al área del Reich actual. Francia mismo, debería contarse entre estos Estados. No sólo engrosa su ejército, en proporción cada vez más grande con elementos de las reservas de color que pueblan sus enormes colonias, sino que también la bastardización negroide de su raza, hace progresos tan rápidos, que ya casi se puede hablar de la génesis de un Estado africano sobre suelo Europeo. La política colonial de Francia no es susceptible de compararse con la de la antigua Alemania. Si esta revolución de Francia, continuase por espacio de tres siglos llegaría a desaparecer hasta el último resto de la sangre de los francos, absorbida por un Estado de mulatos europeo-africanos, en formación.
La antigua política colonial alemana, ni aumentó la zona de población de raza alemana, ni menos hizo el criminal intento de reforzar el poderío del Reich con el aporte de sangre negra. La organización militar de los ascarios en el África Oriental Alemana, estaba en realidad destinada solamente a la defensa de la colonia misma. Jamás –aun prescindiendo de la circunstancia de que, durante la conflagración mundial, era cosa prácticamente imposible-abrigó Alemania la idea de traer tropas de color a un teatro de guerra europeo, y tampoco habría pensado hacerlo, bajo condiciones más favorables, en tanto que los franceses, consideraron siempre esta idea como uno de los motivos determinantes de su actividad colonial.
En la actualidad, vemos una serie de potencias que superan notablemente el poderío de Alemania, no sólo en la cifra de su población sino, sobre todo haciendo residir su potencia política en el dominio territorial que poseen. Nos hallamos fuera de todo concurso en relación a los grandes Estados del mundo y esto es debido a la fatal orientación de la política exterior de nuestro pueblo.
El movimiento nacionalsocialista tienen que imponerse la misión de subsanar la desproporción existente entre la densidad de nuestra población y la extensión de nuestra superficie territorial, -superficie territorial que debe ser considerada desde el doble punto de vista de fuente de subsistencia y de apoyo del poder político-y también, la de hacer que desaparezca la desproporción que reina entre nuestro gran pasado histórico y la triste perspectiva de nuestra impotencia, en el presente.
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La potencialidad de una nación, no puede apreciarse en sí misma, sino, únicamente, valiéndose de la comparación con otros Estados. Pero es justamente esta comparación la que demuestra que el acrecentamiento del poderío de otras naciones, no sólo fue más regular, sino que, en su efecto final, alcanzó, también, resultados mucho más considerables que en Alemania. Considerando que, en cuanto a espíritu heroico, ningún pueblo ha superado al nuestro, que es, seguramente, el que, en conjunto, hizo mayores sacrificios de sangre en la lucha por su existencia, habrá que admitir que el fracaso de sus esfuerzos, puede sólo atribuirse a la forma errónea de su aplicación.
Si en conexión con estos antecedentes, examinamos los acontecimientos políticos de nuestro pueblo durante los últimos mil años, rememoramos las numerosas guerras y luchas libertarias y, por último, analizamos el resultado de toda esta historia, tendremos que confesar que de este mar de sangre, emergieron, propiamente, sólo tres realidades culminantes que bien merecen considerarse como los frutos perdurables de sucesos perfectamente definidos de la política exterior y de la política alemana en general:
I) La colonización de la Marca Oriental llevada a cabo principalmente, por los Bayuwares.
II) La conquista y la penetración del territorio al Este del Elba.
El tercer suceso trascendental de nuestra actividad política, fue la formación del Estado de Prusia y, con ello, el fomento sistemático de un especial concepto político y del instinto de la propia conservación y defensa del ejército alemán, a base de organización y de acuerdo con las necesidades de la época. Fue, precisamente, gracias al régimen de disciplina de la institución militar prusiana por lo que el pueblo alemán –disociado y superindividualizado por la diversidad de sus componentes-, pudo recobrar, por lo menos, una parte de su casi perdida capacidad de organización.
Merece subrayarse, que la importancia de los éxitos políticos, realmente tales, que alcanzó nuestro pueblo en sus luchas milenarias, la comprenden y aprecian muchísimo mejor nuestros adversarios que nosotros mismos. Para nuestro modo de obrar del presente y del futuro, tiene una máxima significación el saber distinguir entre los éxitos políticos efectivos de nuestro pueblo y lo que fue la sangre nacional sacrificada en vano.
Nosotros, los nacionalsocialistas, jamás debemos asociarnos al patrioterismo corriente de nuestro actual mundo burgués. Sobre todo, entraña un gravísimo peligro el que nos consideremos ligados, ni aun en lo más mínimo, a la última etapa de la evolución de la anteguerra. La única conclusión que debemos sacar del pasado, es la de orientar nuestra acción política en un doble sentido: el suelo como objetivo de nuestra política exterior y un nuevo fundamento unitario ideológicamente consolidado, como finalidad de política interna.
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La pretensión de restablecer las fronteras de 1914, constituye una insensatez política de proporciones y consecuencias tales, que la revelan como un crimen, y esto, aun sin considerar en absoluto el hecho de que entonces las fronteras del Reich, podían serlo todo menos lógicas. En efecto, no eran ni perfectas en lo tocante a abarcar el conjunto territorial habitado por elementos de nacionalidad alemana, ni menos razonables desde el punto de vista de su conveniencia estratégico-militar. No habían sido, pues, el resultado de una acción de política meditada, sino simplemente, fronteras provisorias fijadas en el curso de una evolución totalmente inconclusa o, si se quiere, fronteras resultantes en parte de la pura casualidad.
Esta pretensión responde enteramente al criterio de nuestro mundo burgués, que tampoco, en esto, posee ni una sola idea de orientación política para el futuro, sino que vive en el pasado, esto es, en lo más inmediato. Por lo tanto, es comprensible que la visión política de esta gente, no vaya más allá de 1914. Al proclamar ellos la reivindicación de aquellas fronteras como objetivo de su política, no hacen otra cosa que fomentar la solidaridad decadente de nuestros adversarios, y sólo así se explica que, ocho años después de una guerra en la cual tomaron parte Estados de las miras más heterogéneas pueda mantenerse todavía, más o menos firme, la coalición de los vencedores de entonces (Se refiere al año 1926 en que Hitler escribió esta segunda parte de su libro).
Todos estos Estados, sacaron provechos del desastre alemán. El temor a nuestro poderío, relegó a segundo plano la ambición y la envidia de las grandes potencias entre sí. Vislumbraban en una repartición común, en lo posible, de las heredades de nuestro Reich, la mejor garantía contra un futuro levantamiento alemán. El malestar de conciencia y el miedo que sienten ante la vitalidad de nuestro pueblo, constituyen el cemento más duradero para mantener, aun hoy, cohesionados a los miembros de esta coalición. Sólo los espíritus infantiles pueden entregarse a pensar que una reconsideración del dictado de Versalles sea factible por obra de imploraciones o de artimañas, aparte de que una tentativa tal, supondría la intervención de un Talleyrand que no poseemos. Además, los tiempos han cambiado desde el Congreso de Viena: ya no son los príncipes y sus “maîtresses” los que hoy regatean fronteras: es el inexorable judío cosmopolita el que ahora lucha para imponer su hegemonía sobre los pueblos.
Las fronteras del año 1914 no tienen valor alguno para el futuro de la nación alemana. No fueron una garantía en el pasado, ni tampoco constituirían una fuerza para el porvenir. A base de ellas, el pueblo alemán no podrá recobrar su unidad interior y menos todavía asegurar sus subsistencia; fuera de esto, aquellas fronteras, consideradas desde el punto de vista militar, no aparecen convenientes ni siquiera satisfactorias y no lograrían, finalmente, mejorar la situación en que actualmente nos encontramos frente a las demás potencias, es decir, las verdaderas potencias mundiales. La ventaja que nos lleva Inglaterra no disminuiría, tampoco llegaríamos a la potencialidad de los Estados Unidos, ni sufriría menoscabo notable la importancia política de Francia en el mundo. Sólo una cosa sería evidente: El intento de restaurar las fronteras de 1914 conduciría –aun en caso favorable- a un desangramiento tal de nuestro pueblo, que en el momento preciso de adoptar resoluciones y realizar hechos que tendiesen a asegurar realmente la vida y el porvenir de la nación, ya no se dispondría de ninguna reserva valiosa. Por el contrario, en medio de la embriaguez de un éxito superficial, se renunciaría a toda finalidad posterior ante la satisfacción de haber reparado el honor nacional y abierto algunas puertas al desarrollo comercial, por lo menos durante cierto tiempo.
Frente a todo esto, nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos que sostener inquebrantablemente nuestro objetivo de política exterior, que es asegurar al pueblo alemán el suelo que en el mundo le corresponde. Y esta es la única acción que ante Dios y nuestra posteridad alemana puede justificar un sacrificio de sangre; ante Dios, porque sobre la tierra hemos sido puestos con la misión de la lucha eterna por el pan cotidiano; ante nuestra posteridad, porque no se vertirá la sangre de un solo ciudadano sin que este sacrificio signifique la vida de otros mil ciudadanos de la Alemania futura.
Ningún pueblo sobre la tierra, posee ni un solo metro cuadrado de terreno en virtud de una voluntad o de un derecho superior. Las fronteras de los Estados las crean los hombres y son ellos mismos los que las modifican. El hecho de que un pueblo llegue a apoderarse de una extensión territorial excesiva, no supone el reconocimiento perpetuo sobre la misma. Ello pone, a lo sumo, en evidencia la fuerza de los conquistadores y la impotencia de los conquistados. Y solo en esta fuerza reside el derecho de posesión. Del mismo modo que nuestros antepasados no recibieron como don del cielo el suelo sobre el cual vivimos, sino que lo ganaron con riesgo de su vida, así también no será por concesión graciosa por lo que nuestro pueblo obtenga, en el futuro, el suelo y con él, la seguridad de su subsistencia; sino únicamente por obra de una espada victoriosa.
A pesar de que también nosotros reconocemos la necesidad de llegar a un arreglo con Francia, todo sería inútil, en principio, si el objetivo de nuestra política exterior debiese quedar colmado con esa avenencia. Ella tendrá su razón de ser, solamente si ofrece un apoyo para el ensanchamiento territorial de la nación alemana en Europa. Pues no es en la posesión de dominios coloniales en lo que debemos ver la solución de este problema, sino exclusivamente en la adquisición de una zona de territorio que aumente la extensión de la madre patria, proporcionando, de este modo, a los nuevos pobladores, no sólo la posibilidad de mantener una comunidad íntima con esta patria de origen, sino también de asegurar al conjunto, las ventajas resultantes de la fusión territorial.
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Nosotros, los nacionalsocialistas, hemos puesto deliberadamente punto final a la orientación de la política exterior alemana de la anteguerra. Comenzaremos ahora allí donde hace seis siglos se había quedado esta política. Detendremos el eterno éxodo germánico hacia el Sur y el Oeste de Europa y dirigiremos la mirada hacia las tierras del Este. Cerraremos al fin la era de la política colonial y comercial de la anteguerra y pasaremos a orientar la política territorial alemana del porvenir. El destino mismo, parece querer mostrarnos el derrotero. El haber abandonado a Rusia en manos del bolchevismo, despojó al pueblo ruso de aquella clase pensante que, hasta entonces, había creado y garantizado su existencia como Estado. Más de una vez, pueblos inferiores, guiados por soberanos y organizadores de origen germánico, llegaron a constituir poderosas naciones que subsistieron mientras pudo conservarse el núcleo racial dirigente. Hacía siglos que Rusia se había mantenido gracias al núcleo germánico de sus esferas superiores, núcleo del cual se puede decir que hoy está exterminado completamente. En su lugar, se ha impuesto el judío; pero así como es imposible que el pueblo ruso sacuda por sí solo el yugo israelita, no es menos imposible que los judíos logren sostener, a la larga, bajo su poder el gigantesco organismo ruso. El judío mismo no es elemento de organización, sino fermento de descomposición. El coloso del Este está maduro para el derrumbamiento. Y el fin de la dominación judaica en Rusia, será al mismo tiempo, el fin de Rusia como Estado. Estamos predestinados a ser testigos de una catástrofe que constituirá la prueba más formidable para la verdad de nuestra teoría racista.
Nuestro cometido –la misión del movimiento nacionalsocialista-ha de ser llevar nuestro pueblo a la persecución política de que no debe esperar ver colmado su objetivo futuro en el delirio de una nueva campaña triunfal de Alejandro, sino más bien en la faena laboriosa del arado alemán, al cual la espada tiene que proporcionar únicamente el suelo.
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Es natural que el judaísmo oponga tenaz resistencia a una tal política alemana. El judío se da cuenta mejor que nadie de la trascendencia de este proceder, para su futuro. Y es este hecho, justamente, el que debería inducir hacia la nueva orientación a los hombres de verdadero sentir nacional. Pero por desgracia son también círculos nacionalistas y hasta “nacionalracistas” los que se declaran en abierta oposición a la idea de una tal política orientada hacia el Este, haciendo en su apoyo la consabida invocación de una consagrada figura de nuestra historia. Se cita a Bismarck para cohonestar una política absurda y al propio tiempo perjudicial a los intereses del pueblo alemán. Afirmase que: Bismarck dio siempre importancia a mantener buenas relaciones con Rusia. En efecto fue así, pero sólo condicionalmente, pues, a bismarck jamás se le habría ocurrido querer fijar como definitiva, en principio, la táctica de un determinado camino político.
En consecuencia, la pregunta no debe ser: ¿Qué es lo que Bismarck quiso? Sino más bien: ¿Qué es lo que Bismarck haría en las actuales circunstancias? Jus tamente esta interrogación es la más fácil de responder. Guiado por su habilidad política, jamás habría pactado alianza con un Estado predestinado a la ruina. Además, ya Bismarck vio en su época con recelos la política colonial y comercial alemana, debido a que, por el momento, le preocupaba solamente la manera más segura de facilitar la consolidación del Imperio creado por él. Esta fue también la única razón la cual él celebraba la existencia del apoyo ruso que le permitía operar libremente hacia el Oeste. Pero aquello que entonces fue provechoso para Alemania, hoy le sería perjudicial.
Ya en los años 1920-1921, cuando el joven movimiento nacionalsocialista comenzaba a perfilarse lentamente en el horizonte político, y cuando acá y acullá se le saludaba ya como el movimiento libertario de la nación alemana, se intentó, desde diferentes sectores, establecer una cierta conexión entre éste y las corrientes libertarias de otros países. Esto respondía a la orientación de la “liga de naciones oprimidas”, propagada por muchos. Se trataba ante todo, de representantes de algunos Estados balcánicos y luego el Egipto y la India, que a mí me dieron siempre la impresión de charlatanes pretenciosos, huérfanos de toda base real. Y no pocos fueron los alemanes, particularmente en los círculos nacionalistas, que se dejaron seducir por semejantes fatuos orientales ya que creían ver, sin más ni más, en cualquier simple estudiante hindú o egipcio, un “representante” de la India o de Egipto. Jamás pudieron comprender esas gentes que se trataba en la mayoría de los casos de individuos sin solvencia y, sobre todo, no autorizados por nadie para celebrar ningún acuerdo con persona alguna, de modo que el resultado práctico de mantener relaciones con tales sujetos, no podía ser más que nulo.
Era ya de suyo grave, que la política aliancista del Reich en la época de la anteguerra, hubiese acabado –debido a la falta de un propósito propio de acción ofensiva-por constituir una “sociedad defensiva” con Estados veteranos ha tiempo relegados por la historia mundial. Tanto la alianza con Austria, como la pactada con Turquía, tenían muy poco de satisfactorio. Mientras las más grandes potencias militares e industriales del orbe se asociaban en torno a un plan activo de agresión, nosotros nos empeñábamos en reunir unos cuantos Estados viejos y ya impotentes, para tratar de afrontar con aquellas ruinas, la acción de la coalición mundial. Alemania pagó muy caro el error de su política exterior; sin embargo, esta experiencia no parece haber sido lo suficientemente amarga para prevenir que nuestros eternos ilusionistas caigan en el error de siempre. Ya se trate de una liga de pueblos oprimidos, de una sociedad de naciones o de cualquiera otra nueva quimérica intervención, siempre se hallarán a pesar de todo, miles de espíritus crédulos.
Conservo fresco el recuerdo de las expectativas pueriles y no menos incomprensibles que surgieron, bruscamente en los círculos nacionalracistas allá por los años 1920-1921; decíase que Inglaterra hallábase en la India al borde de la catástrofe. Unos cuantos titiriteros asiáticos o, si se quiere, también, verdaderos “campeones de la libertad” hindú, que por entonces pululaban en Europa, habían logrado convencer incluso a gente sensata de la absurda idea de que el imperio británico estaba efectivamente frente a la ruina inminente en la India, que es el gozne –por decirlo así- de su poderío colonial.
Es realmente infantil suponer que en Inglaterra no se hubiese sabido apreciar en su justo valor la significación que tiene la India para la unión británica mundial. Y sólo demuestra no haber aprendido nada de las enseñanzas de la guerra, ni menos llegado a comprender y reconocer la entereza anglosajona, el imaginar que Inglaterra pudiese resignarse a perder la India sin antes arriesgarlo todo. Por otra parte, constituye una prueba de la completa ignorancia que manifiesta el alemán respecto a la manera cómo el inglés sabe penetrar y administrar ese enorme dominio.
Inglaterra perdería la India, sólo cuando en su mecanismo administrativo resultase ella misma víctima de un proceso de descomposición racial (eventualidad que para la India queda por el momento fuera de toda discusión) o bien si fuese vencida por un enemigo poderoso. Pero los agitadores hindúes no lo conseguirán jamás. ¡Por propia experiencia sabemos nosotros hasta la saciedad, cuán difícil es llegar a reducir a Inglaterra! Aun prescindiendo de esto, yo como germano preferiré siempre, a pesar de todo, ver la India bajo la dominación inglesa que bajo otra cualquiera.
No menos insignificantes son las esperanzas cifradas en el mitológico levantamiento del Egipto contra Inglaterra. Como nacionalista que aprecia el valor humano conforme a principios raciales y sabe de la inferioridad de esas llamadas “naciones oprimidas”, no puedo, desde luego, identificar la suerte de mi pueblo con la de esos países. Exactamente el mismo criterio tenemos que mantener con respecto a Rusia. La Rusia actual despojada de su clase dirigente de origen germano, no puede –aparte de lo que en sí persiguen sus nuevos soberanos-servir jamás de aliado en la lucha libertaria del pueblo alemán. Desde el punto de vista militar serían realmente catastróficas las circunstancias, en el caso de una guerra de Alemania y Rusia, coaligadas contra la Europa occidental y, probablemente, contra todo el resto del mundo. La lucha se desarrollaría sobre territorio alemán sin que Alemania recibiese de Rusia ni el más mínimo concurso eficaz. Además, en el caso de una tal guerra, Rusia tendría que arrollar previamente a Polonia para poder llevar el primer soldado ruso a un frente de batalla germánico. Pero, propiamente, no se trataría, en primer término, de recibir soldados del aliado ruso, sino ante todo, material bélico. El rol de Rusia sería totalmente nulo como factor técnico y habría de repetirse lo que pasó en la guerra mundial, en la que la industria alemana fue esquilmada para atender a nuestros gloriosos aliados, de modo que la guerra técnica tuvo que sostenerla Alemania casi sola. A la motorización general del mundo, que caracterizará la guerra del futuro en una medida asombrosa, casi nada podríamos oponer nosotros. Es un hecho que en este tan importante ramo, Alemania manifiesta un vergonzoso atraso y que de lo poco que posee, tendría que proveer todavía a Rusia, país que, hoy mismo, no cuenta con una fábrica propia capaz de producir un automóvil en forma.
Fuera de todo esto, no debe olvidarse jamás que el judío internacional, soberano absoluto de la Rusia de hoy, no ve en Alemania un aliado posible, sino sólo un Estado predestinado a la misma suerte política. Alemania constituye para el bolchevismo el gran objetivo inmediato de su lucha. Se requiere todo el vigor de una idea nueva, encarnando una misión, para arrancar una vez más a nuestro pueblo de la estrangulación de esta serpiente internacional y poner atajo a la contaminación de nuestra sangre, a fin de que las energías de la nación, de este modo libertadas, puedan ser dedicadas a garantizar la seguridad de la patria alemana, previniendo hasta en el más lejano futuro, catástrofes como las últimas. Y si se persigue esta finalidad sería una locura aliarse con un Estado que tiene por soberano al enemigo mortal de nuestro porvenir.
Confieso francamente, que ya en la época de la anteguerra, me habría parecido más conveniente que Alemania, renunciando a su insensata política colonial y, consiguientemente, al incremento de su flota mercante y de guerra, hubiese pactado con Inglaterra en contra de Rusia y pasado así de su trivial política cosmopolita, a una política europea resuelta, de tendencia territorial en el continente. No olvido la amenaza constante y provocativa que la Rusia paneslavista de entonces, osara hacer a Alemania; no olvido los frecuentes ensayos de movilización, cuyo objeto no era otro que provocarnos; tampoco puedo olvidar el estado de ánimo de la opinión pública rusa, que ya antes de la guerra, exageraba sus ataques llenos de odio contra nuestro pueblo y el Imperio, y menos aún puedo olvidar la actitud de la gran prensa que en Rusia, deliraba por Francia.
Pero no obstante todo esto, habría existido antes de la guerra todavía una segunda posibilidad: la de tratar de apoyarse en Rusia para hacer frente a Inglaterra. Hoy son otras las circunstancias. El proceso de consolidación en el que al presente, se encuentran empeñadas las grandes potencias, es para nosotros el último toque de alarma instándonos a reaccionar, a fin de que nuestro pueblo vuelva del sueño a la dura realidad, y nos muestre el único camino del porvenir capaz de conducir el Reich a una época de nueva prosperidad. Si el movimiento nacionalsocialista, haciendo conciencia de la magnitud y de la importancia de esta misión, se desembaraza de ilusiones y deja prevalecer solamente la razón, es posible entonces que un día, la catástrofe de 1918 se convierta en una infinita bendición para el futuro de nuestro pueblo. Del desastre puede llegar la nación alemana a una orientación totalmente nueva de su política exterior y luego, interiormente consolidada por una nueva ideología, alcanzar una definitiva estabilización de política internacional. Entonces podrá por fin Alemania tener aquello que Inglaterra tiene y que la misma Rusia poseyó y que a Francia le permitió adoptar decisiones siempre análogas y siempre convenientes en el fondo a la defensa de sus intereses: un testamento político.
El testamento político de la nación alemana, para su conducta de política externa, ha de rezar lógicamente como sigue: No tolerar jamás la formación de dos potencias continentales en Europa. Ver siempre el peligro de una agresión contra Alemania en cualquier tentativa de organizar ante las fronteras alemanas una segunda potencia militar, aunque sólo fuese en forma de un Estado capaz de llegar a serlo, y ver también en ello, no sólo el derecho, sino también el deber de impedir por todos los medios y hasta valiéndose del recurso de las armas, la creación de tal Estado, y si éste ya existiese, destruirlo sencillamente. Velar por que la potencialidad de nuestro pueblo no resida en dominios coloniales, sino en el suelo patrio del continente mismo. No considerar jamás asegurado el Reich, mientras éste no sea capaz de darle a cada nuevo descendiente de nuestro pueblo, a través de los siglos, la parcela que le corresponde. Finalmente, no olvidar nunca que el más sagrado de los derechos sobre la tierra, es el derecho al suelo que se quiere labrar con el propio esfuerzo, y el más sagrado de los sacrificios la sangre que por ese suelo se vierte.
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En el capítulo anterior he señalado a Inglaterra e Italia como los dos únicos Estados de Europa hacia los cuales podría ser deseable y promisorio el acercamiento de Alemania. Brevemente delinearé ahora la importancia militar de una alianza tal. Las consecuencias resultantes de este pacto, significarían en todo orden, militarmente hablando, lo diametralmente opuesto de lo que sería en el caso de una alianza con Rusia. Lo primordial es el hecho de que un acercamiento a Inglaterra e Italia, no implica en sí el peligro de una guerra. Francia que sería la única potencia interesada en asumir una actitud opuesta al pacto, prácticamente no estaría en condiciones de hacerlo; pues, ya no tendría la iniciativa de obrar porque estaría en manos de la nueva liga europea anglo-alemán-italiana.
Pero tal vez tendría una significación mayor el hecho de que la nueva coalición, agruparía países dotados de una capacidad técnica susceptible hasta cierto punto de una recíproca complementación. Seguramente, son grandes las dificultades que se oponen a la realización de una liga semejante; mas, cabría preguntar si la formación de la Entente fue obra menos difícil. Aquello que el fue posible a un Eduardo VII, contrariando en parte intereses naturales, podremos lograrlo también nosotros si es que, convencidos de la necesidad de una tal evolución, adaptamos a ella nuestro proceder inteligentemente concebido.
Naturalmente que hoy por hoy estamos a merced del ladrido furioso de los enemigos interiores de nuestro pueblo. Nosotros, los nacionalsocialistas, jamás hemos de dejar que se nos impida proclamar aquello que, de acuerdo con nuestra más íntima convicción, sea indispensable. Ciertamente, que la actualidad, tenemos que ir contra la corriente de la opinión pública sugestionada por el ardid judío, que, sabe explotar la ingenuidad alemana, y es cierto también, que, muchas veces, el oleaje se estrella terriblemente contra nosotros; mas, es sabido, que quien va con la corriente pasará menos apercibido que aquel que se lanza contra ella. Hoy por hoy, somos un simple escollo, pero, en contados años, el destino podrá convertirnos en un dique donde se rompa la corriente general, para seguir por un nuevo lecho.

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