lunes, 15 de febrero de 2010

LAS REVOLUCIONES DE 1848

LAS REVOLUCIONES DE 1848
Los procesos revolucionarios que se generalizaron en Europa durante el primer semestre de 1848 marcaron un nuevo avance del liberalismo y de las corrientes nacionalistas, aunque estos avances se vieron también acompañados por exigencias de carácter democrático (sufragio universal) y reclamaciones de reforma social que protegiera los intereses de las clases trabajadoras, especialmente el derecho al trabajo. Las revoluciones tuvieron lugar en una Europa en la que el liberalismo no había dejado de avanzar desde la oleada revolucionaria de 1830. El Reino Unido y Francia ejercían un indudable liderazgo en este aspecto, que había permitido la creación de Bélgica, bajo la forma de una monarquía liberal, y los procesos de implantación de regímenes liberales en Portugal y España, superando costosas guerras civiles en ambos casos. También eran varios los Estados alemanes que contaban con Constituciones liberales.Frente a ese mapa del liberalismo, los principales regímenes absolutistas eran Rusia, Prusia y Austria, que extendían su influencia desde la península italiana hasta el noreste de Europa. De todas maneras, como ha recordado Roger Price, las estructuras sociales y económicas de carácter preindustrial seguían casi intactas en la mayoría de los Estados europeos y la sacudida revolucionaria de estos años brindó la oportunidad de que alcanzasen protagonismo sectores sociales que hasta entonces habían permanecido al margen. En los momentos álgidos de la revolución (primavera y verano de 1848) pudo pensarse que se había producido una profunda alteración del orden político establecido en 1815, y de los principios que lo habían alentado, pero la evolución de los acontecimientos aconseja no magnificar las consecuencias de los movimientos revolucionarios. La fuerte represión que siguió a los estallidos revolucionarios ha hecho que algunos historiadores (W. Fortescue, Price) opinen que 1848 contribuyó al mantenimiento de un orden social y político conservador que perduró hasta el estallido de la primera guerra mundial. Algunas innovaciones políticas significativas (unificaciones de Italia y Alemania) se hicieron bajo el signo conservador y casi no quedó otro movimiento revolucionario que el anarquismo. Las grandes conmociones revolucionarias de los años siguientes (Comuna de París, revolución rusa de 1905) se explican más como reacciones a desastres militares que como verdaderas propuestas de transformación política profunda.
Características Generales
En todo caso, los movimientos revolucionarios de 1848 han ejercido una notable atracción sobre los historiadores dada la notable simultaneidad con que se producen los acontecimientos y la similitud de los comportamientos de sus protagonistas. De ahí que sea posible señalar algunas características comunes a los acontecimientos que se desarrollaron en los Estados italianos, Francia, los Estados alemanes o los del Imperio de los Habsburgo. En primer lugar, se trata de movimientos urbanos que parecen ser un reflejo de las transformaciones sociales que se venían produciendo en las ciudades europeas, en un proceso de crecimiento acelerado. Los protagonistas de los acontecimientos, en cualquier caso, no son muchos. A las clases dirigentes tradicionales (aristocracia y burguesía) se unen ahora elementos de las clases medias bajas (artesanos, obreros especializados) que habían sido marginados hasta entonces de la vida política. La unión de todos esos grupos no deja de ser coyuntural y, desde luego, no los transforma en un masa. Son, simplemente, grupos de ciudadanos que se concentran para manifestarse ante el poder político y que prefieren la barricada, contra la que chocan ejércitos mal dotados como consecuencia de la debilidad económica de los Estados europeos de mediados de siglo.La similitud de los comportamientos, por lo demás, no respondía a ningún complot de algún comité que dirigiese la subversión en los países europeos, como había creído Metternich, pero sí es fácil advertir el efecto dominó en la sucesión de los acontecimientos. Las noticias de lo sucedido en cada capital, especialmente en el caso de París, fueron determinantes para el impulso revolucionario en otros lugares, como también lo serían las noticias referentes a la represión contrarrevolucionaria. También hubo una cierta homogeneidad en cuanto a los objetivos de las agitaciones, ordinariamente dirigidas hacia el aumento de la participación política para incluir a los sectores de la población que no reunían los requisitos económicos o sociales que facultaban para intervenir en los sistemas liberales. Las exigencias llevaron, en la mayoría de los casos, a reclamar el sufragio universal para todos los varones adultos. A estas exigencias, puramente políticas, se sumaron, en algunos casos, las de reforma social y, en otros, las que hacían los diversos nacionalismos existentes en Europa. Ernest Labrousse trató de ofrecer, en 1948, una explicación de carácter económico sobre el desencadenamiento de estos movimientos revolucionarios, poniendo en relación la evolución de precios y salarios con las crisis económicas que se desarrollaban desde 1845. Según esa línea de interpretación (en la que también trabajaron J. Droz y G. Benaerts, para Alemania) las crisis agrarias, que dificultaron seriamente el abastecimiento de productos alimenticios, se vieron agravadas por el crecimiento de la población y las condiciones de la transición al capitalismo. Al final terminarían por afectar a mercados nacionales, que estaban en formación, así como a las instituciones financieras que empezaban a crearse. Aunque la geografía y la cronología de las crisis económicas no se corresponden exactamente con las de los movimientos revolucionarios, la relación entre ambos fenómenos no debe ser descartada. Price ha sugerido que en los lechos se observa la coincidencia de crisis económicas de carácter tradicional (carestía) con otras de carácter moderno (financiero), que hizo especialmente sensibles a las economías en proceso de transición. Por otra parte, la crisis económica se tradujo en una crisis política desde el momento en que el monopolio del poder, por parte de una minoría privilegiada, se hizo intolerable por la incompetencia de los Gobiernos y las desigualdades sociales. Las peticiones de reforma constitucional tuvieron que ser aceptadas por las autoridades desde el momento en que se comprobó la incapacidad de los cuerpos represivos para sostener la situación. La constitución de milicias cívicas o guardias nacionales fue usualmente el signo de que las autoridades tradicionales habían cedido en sus pretensiones de controlar la situación por la fuerza. Las revoluciones de 1848, por lo demás, fueron el colofón al cuarteamiento del entramado de relaciones internacionales existente desde 1815, al que se ha denominado sistema Metternich. Como ha señalado Alan Sked, dicho sistema no tuvo efectividad más allá de los años veinte y, durante los años treinta, era patente que Europa estaba dividida entre la entente liberal franco-británica, con sus apoyos en la Península Ibérica, y el bloque de las potencias legitimistas. Las crisis turco-egipcias y las reticencias originadas por el matrimonio de Isabel II de España agrietaron la entente liberal y crearon nuevas tensiones. No parecía que las potencias europeas, y mucho menos Metternich, estuvieran en condiciones de dar una respuesta articulada ante cualquier brote revolucionario.
Francia: la Segunda República
Las reformas políticas llevadas a cabo por la Monarquía de julio francesa no habían impedido que el régimen quedara en manos de una oligarquía que se enajenó paulatinamente el apoyo de la nación. Como ya se ha visto, la campaña de la oposición llevó a la abdicación de Luis Felipe (24 de febrero) y a la proclamación, el día siguiente, de la Segunda República como consecuencia de las exigencias de los sectores radicales, inspirados por F. Raspail. El Gobierno provisional se formó en el Ayuntamiento, combinando las listas preparadas por los periódicos Le National (moderado) y La Réforme (radical), y tuvo una composición heterogénea que iba desde antiguos orleanistas hasta algún socialista (Louis Blanc y Albert), pasando por bonapartistas y republicanos. Todos ellos bajo la presidencia del antiguo convencional Dupont de l´Eure. En realidad, pese a la presencia de republicanos avanzados (A. Ledru-Rollin y F. Flocon), e incluso de un obrero (el metalúrgico Albert, de nombre A. Martin), el peso del gobierno recaía sobre los republicanos moderados de Le National. Alphonse de Lamartine, desde el Ministerio de Asuntos Exteriores, trataba de ofrecer la imagen de una República moderada (mantenimiento de la bandera tricolor en vez de la roja) y deseosa de la paz con el resto de las naciones (manifiesto a Europa).El nuevo régimen se estableció de acuerdo con principios netamente democráticos. Se había prometido una Asamblea Constituyente, que sería elegida mediante sufragio universal, a la vez que se concedía la más amplia libertad de expresión y reunión. La revolución había triunfado en un clima de exaltación popular, que refleja muy bien Flaubert en La educación sentimental. Las diferentes clases sociales se entregan a efusiones emocionales un tanto "naïves", en las que se recalca la espontaneidad y el altruismo con el que se han desarrollado los acontecimientos. La supuesta confraternización con los obreros lleva a gestos más o menos ingenuos, como el uso del blusón y el abandono de las tradicionales levitas. Se plantan "árboles de la libertad" por todos sitios.Sin embargo, la armonía no es tan completa. El Gobierno provisional se resistió a reconocer el derecho al trabajo, aunque permitió la creación de talleres nacionales (proyecto de socialismo reformista inspirado por Blanc, aunque organizado por Marie) y, en lugar de un Ministerio de Trabajo, el establecimiento de una Comisión de Gobierno para los Trabajadores, que reunía a casi 700 delegados de los obreros y 231 de los patronos, presididos por Blanc. La comisión se encargaba de preparar la legislación laboral y celebraba sus sesiones en el palacio parisino de Luxemburgo, anterior sede de la Cámara de los Pares. Entre sus primeras decisiones estuvo la prohibición del trabajo a destajo, de la contratación en grupos y la reducción de la jornada laboral en París a diez horas (once en las provincias). De todas formas, lo que aparentaba ser un triunfo de las clases trabajadoras podía verse también como un mecanismo para tenerlas controladas y limitar su influencia en los asuntos políticos.La actividad política se desbordó en las semanas siguientes con la proliferación de periódicos y clubs políticos, empeñados en las tareas de propaganda y difusión de los nuevos ideales republicanos. Pero también surgieron las primeras tensiones como consecuencia de un creciente temor a las exigencias socialistas, tanto por parte de ricos comerciantes e industriales, como entre los pequeños propietarios que habían proliferado en la sociedad francesa. A las tensiones sociales que provocaron reacciones antimáquinas en algunas ciudades industriales (Lille, Rouen, Lyon) se unió una crisis financiera manifestada en la caída de la Bolsa y en la masiva retirada de depósitos bancarios. M. Goudchaux, ministro de Finanzas, tuvo que recurrir a la suspensión de la convertibilidad del billete de banco y a la fijación de topes de emisión de moneda. El aumento de los impuestos directos en un 45 por 100 no contribuyó tampoco a la tranquilidad de los espíritus.
Elecciones a la Asamblea Constituyente
En esas condiciones, las elecciones previstas para el 9 de abril parecían prematuras a los elementos más radicales, que recelaban que el recién concedido sufragio universal, que había elevado el cuerpo electoral de 250.000 a más de 9.000.000 de electores, proporcionara una excesiva ventaja a los elementos conservadores que podían influir sobre una población desorientada. La manifestación obrera que organizó A. Blanqui el 17 de marzo consiguió que las elecciones se retrasaran hasta el 23 del mes siguiente, pero la Guardia Nacional reprimió otra nueva manifestación con el mismo objeto y las elecciones se celebraron con la vigilante atención del Gobierno que, a través de su ministro de Interior, Ledru-Rollin, había pedido a los prefectos que apoyaran las candidaturas de los republicanos "de la víspera", para contrarrestar a los previsibles republicanos "del día siguiente".De acuerdo con los testimonios que nos han dejado Tocqueville o Ch. de Rémusat, los electores de algunos pueblos franceses se encaminaron en comitiva al lugar de votación, a veces ordenados por orden alfabético y dirigidos por el cura, por lo que no resulta difícil entender el carácter conservador y pro-gubernamental de los resultados. De los 900 puestos a elegir, más de 500 correspondían al sector republicano moderado, del que Lamartine era el más destacado representante. El poeta, que alcanzó entonces el momento cenital de su carrera, había sido elegido por 10 circunscripciones, con más de 1.500.000 de votos. Los grandes derrotados eran los radicales y socialistas, que no llegaban a 150, con el agravante de la derrota de casi todos sus dirigentes.La participación había sido muy alta (85 por 100) pero las condiciones de ejercicio del sufragio (sin cabinas y sin sobres) permiten conjeturar que la alta participación había permitido mayores niveles de influencia a los elementos rectores de la sociedad (curas, pero también maestros o médicos rurales). De acuerdo con las previsiones del Gobierno, fueron muchos los que se convirtieron en republicanos al día siguiente de la elección. Aun con las dificultades que existen para asignar una clasificación política a los elegidos en esta primera consulta democrática de la vida política francesa, algunas estimaciones han situado en 300 el número de antiguos legitimistas elegidos, mientras que casi 200 habían sido ya diputados durante la Monarquía de julio. Este giro hacia posiciones conservadoras no tardaría en provocar un aumento de tensiones en la vida política francesa.Las elecciones complementarias del 4 de junio permitieron la elección de algunas figuras destacadas, que habían resultado derrotadas en la primera consulta, y también presenciaron el triunfo de un personaje no muy conocido, aunque sí lo fuera su apellido: Luis Napoleón Bonaparte. Aunque su elección sería anulada, volvería a ser elegido el 17 de septiembre.
El giro conservador francés
Los resultados de las elecciones para la Asamblea Constituyente habían puesto de manifiesto la existencia de amplios sectores conservadores, deseosos de reconducir la trayectoria revolucionaria, a la vez que confirmaban los temores de republicanos avanzados y socialistas, que habían tratado de posponerlas. "Febrero de 1848 -ha escrito F. Furet- quiso conjurar la, división social con la fraternidad, pero la idea de clase estaba en el corazón de lo que sitió, como la verdad oculta detrás de la ilusión".Una Comisión Ejecutiva de sólo cinco miembros (Arago, Garnier-Pagès, Lamartine, Marie y Ledru-Rollin) fue designada para sustituir al Gobierno provisional. Todos ellos eran moderados, con la excepción de Ledru-Rollin, y actuaron decididamente contra una democracia social que amenazaba con desbordarles. Los talleres nacionales, que acogían a 28.000 obreros a finales de marzo, contaban con 100.000 un mes después. También trataron de frenar la presión de los clubs políticos y, el 12 de mayo, la Asamblea les prohibió presentar peticiones. La respuesta de los clubs, dirigidos por Blanqui y Raspail, fue el asalto al palacio Bourbon, sede de la Asamblea, y el nombramiento de un nuevo Gobierno provisional. Los manifestantes, sin embargo, fueron detenidos en su marcha hacia el Ayuntamiento y, con el arresto de sus principales dirigentes, perdieron efectividad rápidamente. La Comisión Ejecutiva se sintió entonces lo suficientemente fuerte como para ir contra la Comisión de Luxemburgo y contra los talleres nacionales, que eran vistos como un permanente foco de agitación.La decisión de suprimir estos últimos, que había sido adoptada el 24 de mayo, no se publicó hasta el 21 de junio. Los que habían venido de fuera de París tendrían que volver a su lugar, aunque a los jóvenes se les ofrecía la posibilidad de alistarse en el Ejército, o incorporarse a la realización de trabajos públicos en otras provincias. La reacción de los obreros lleva a la construcción de barricadas que dividen a París entre la zona proletaria del este y la burguesa del oeste. La represión corre a cargo del general Cavaignac, ministro de la Guerra y republicano intachable. El día 24 la Asamblea proclama el estado de sitio y destituye a la Comisión Ejecutiva, a la vez que concede plenos poderes a Cavaignac. Éste, que parece haber conducido la represión con deliberada parsimonia, domina completamente la situación el día 26. En la calle han quedado miles de muertos, entre los que se cuenta el arzobispo de París, monseñor Affre, que había intentado desempeñar un papel de mediador entre los sublevados y el Ejército. A la derrota de los insurrectos siguió una durísima represión en la que hubo 1.500 fusilados y más de 25.000 prisioneros, de los que unos 11.000 serían deportados. Los clubs serían cerrados y, pocas semanas después, duramente reglamentados, al igual que la prensa. El restablecimiento de un depósito previo para publicar diarios hizo que F. de Lamennais dijera que a los pobres sólo les quedaba el silencio.El espíritu de fraternidad del anterior mes de febrero podía darse por desaparecido y Lamartine, que había sido quien mejor lo había representado, inició su definitivo ocaso político. Dirigentes socialistas, como Louis Blanc, tuvieron que tomar el camino del exilio, y Cavaignac quedó como dueño absoluto del poder ejecutivo, que ejerció en beneficio de los republicanos moderados. De todas maneras, como han puesto de manifiesto los estudios de Ph. Vigier, las prácticas democráticas se generalizaron en las provincias francesas durante aquellos meses, con las elecciones de los órganos consultivos de la vida local.La nueva Constitución fue promulgada el día 4 de noviembre y, aunque su preámbulo ratificaba las libertades públicas en la tradición de 1789, las formulaciones de su articulado eran un tanto vagas. El poder legislativo residiría en una Asamblea de 750 miembros, que serían elegidos mediante sufragio universal para un periodo de tres años. El poder ejecutivo residía plenamente en un presidente de la República, elegido por sufragio universal directo para un periodo de cuatro años, aunque no sería reelegible. La figura estaba inspirada en el sistema norteamericano, aparte de que parecía haber sido pensada en beneficio de Cavaignac ya que, de no obtener un determinado nivel de votos, la elección revertiría a la Asamblea.Las previsiones políticas comenzaron a torcerse desde el momento en que la derecha de la Asamblea, el Partido del Orden, tomó la decisión de apoyar la candidatura del príncipe Luis Napoleón Bonaparte, que apenas presentaba otro mérito que su apellido. Los conservadores estaban convencidos de que podrían manejarlo a su gusto.Frente a esa candidatura, la de Cavaignac representaba al poder establecido y a ciertos medios liberales, pero tenía el defecto de haberse enajenado la simpatía de muchos republicanos, después de la represión de las jornadas de junio. Otras candidaturas eran la de Ledru-Rollin, que representaba los planteamientos de una Solidaridad Republicana en la que coincidían republicanos avanzados y socialistas moderados; la de Raspail, socialista intransigente a la componenda con los republicanos; la de Lamartine, candidatura que trataba de evocar el espíritu de concordia de los primeros momentos de la revolución, y la del general Changarnier, de carácter monárquico.Los 7.300.000 franceses que votaron el día 10 de enero distribuyeron muy desigualmente sus votos. Cinco millones cuatrocientos treinta y cuatro mil (lo que representaba un 74 por 100 de votantes) lo hicieron por Luis Napoleón, mientras que Cavaignac sólo obtenía 1.448.000 (19 por 100). Ledru-Rollin quedaba en 371.000, mientras que los demás quedaban en cifras insignificantes (Raspail, 37.000; Lamartine, 17.000; Changarnier, 8.000).Napoleón había encontrado un apoyo popular que le permitiría un extraordinario margen de maniobra pero, de momento, organizó su gobierno con los hombres del Partido del Orden. Odilon Barrot se encargó de la presidencia de un Consejo en el que también era figura destacada el conde Falloux, de fuertes convicciones católicas. Los verdaderos republicanos parecían desaparecer de la escena política.Las elecciones de 13 de mayo de 1849, para la elección de la nueva Asamblea, demostraron que la vida política francesa estaba polarizada entre los elementos conservadores del Partido del Orden y los republicanos radicales que se caracterizaban como la Montaña, en recuerdo de la Convención de 1793. Éstos, que fueron también caracterizados como demócratas-socialistas (democsocs) o, simplemente, rojos, obtuvieron unos 200 escaños, con casi 2.500.000 votos, pero no pudieron impedir un amplio triunfo de los conservadores, que casi alcanzaron los 500 escaños. Entre ambas formaciones, quedaron menos de 100 puestos para los republicanos moderados que parecían haber triunfado un año antes. En cualquier caso, las elecciones demostraron que el voto radical podía salir de las grandes ciudades y Francia pudo ofrecer, por primera vez, un mapa electoral en el que se podían apreciar diferencias que habrían de perdurar en la vida política posterior.De momento, los conservadores ejercieron un control completo de la situación que aún sería más acusado desde mediados de junio, cuando las protestas de los demócratas socialistas, contra la expedición francesa a Roma, y su enfrentamiento con los republicanos de aquella ciudad, permitió al Gobierno descabezar el movimiento radical francés. Ledru-Rollin estuvo entre los que tuvieron que tomar el camino del exilio.
Balance del proceso revolucionario
En el Imperio Habsburgo también se produjo una profunda inversión conservadora en el otoño de 1848. La Constitución moderada que se promulgó a finales de abril de ese año (inspirada por el barón Pillersdorf) no aplacó las demandas de los revolucionarios, que se volverían a manifestar a mediados de mayo para exigir (Sturmpetition) la convocatoria de una Asamblea Constituyente, elegida por sufragio universal. El Gobierno cedería, pero el emperador Fernando huyó poco después a Innsbruck y en Viena se constituyó un Comité de Salud Pública.El Ejército imperial, en todo caso, pudo recuperarse enseguida de la sacudida revolucionaria. El general Windischgraetz ocupó Praga el 12 de junio, mientras que el mariscal Radetzky recuperaba la iniciativa en Italia y, a finales de julio, derrotaba a las tropas piamontesas de Carlos Alberto y recuperaba Milán. En esas condiciones, la nueva Asamblea Constituyente, que se reunió en Viena el 22 de julio, fue fácilmente neutralizada por el Gobierno del barón Doblhoff, que se había formado el 8 de julio y que estaba decidido a aplacar los temores que se extendían entre los burgueses de Viena por las exigencias democráticas de los revolucionarios. La Asamblea Constituyente votó la abolición de los derechos feudales el 7 de septiembre, aunque se trató de un gesto que tuvo mucho de simbólico.El punto de inflexión hacia el conservadurismo se produjo a partir del 6 de octubre, cuando algunos revolucionarios trataban de impedir que las tropas imperiales marchasen contra los rebeldes húngaros, que se negaban a aceptar la autoridad imperial. El ministro de la Guerra, general Latour, fue asesinado por los revolucionarios, y el Gobierno abandonó la capital, que sólo podía contar con el apoyo de los rebeldes húngaros. Éstos, sin embargo, rehusaron prestarlo y Windischgraetz pudo recuperar la ciudad a finales de octubre. Después de una durísima represión se formó un Gobierno (21 de noviembre) presidido por el príncipe Félix Schwarzenberg, que se encargó de restaurar el Imperio. Alejandro Bach, que continuaba como ministro del Interior desde el Gobierno nombrado en julio, le ayudaría en las tareas de la represión. Pocos días más tarde (2 de diciembre) el emperador Fernando abdicaba en su sobrino Francisco José. Una Constitución centralizadora fue aprobada en marzo del siguiente año.

MANIFIESTO DEL PARTIDO COMUNISTA

MANIFIESTO DEL PARTIDO COMUNISTA (EXTRACTO
Carlos Marx y Federico Engels
Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una Santa Alianza para acorralar a ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los polizontes de Alemania. ¿Qué oposición no ha sido acusada de comunismo por sus adversarios en el Poder? ¿Qué oposición, a su vez, no ha lanzado a sus adversarios de derecha o izquierda el epíteto zahiriente de comunista?
De aquí resulta una doble enseñanza:
l° El comunismo está reconocido como una fuerza por todas las potencias de Europa, y 2° Ha llegado el momento de que los comunistas expongan a 1a faz del mundo su manera de ver, sus fines y sus tendencias; que opongan a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto del partido. Con este objeto, comunistas de diversas nacionalidades se han reunido en Londres y han redactado el Manifiesto siguiente, que será publicado en inglés, francés, alemán, italiano, flamenco y danés.
I. BURGUESES Y PROLETARIOS
La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de las luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros jurados y compañeros; en una palabra, opresores y oprimidos, en lucha constante, mantuvieron una guerra ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada; una guerra que termina siempre, bien por una transformación revolucionaria de la sociedad, bien por la destrucción de las dos clases antagónicas.
En las primitivas épocas históricas comprobamos por todas partes una división jerárquica de la sociedad, una escala gradual de condiciones sociales. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media, señores, vasallos, maestros, compañeros y siervos, y en cada una de estas clases gradaciones particulares. La sociedad burguesa moderna, levantada sobre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido los antagonismos de clases. No ha hecho sino sustituir con nuevas clases a las antiguas, con nuevas condiciones de opresión, con nuevas formas de lucha.
Sin embargo, el carácter distintivo de nuestra época, de la época de la burguesía, es haber simplificado los antagonismos de clases. La sociedad se divide cada vez más en dos grandes campos opuestos, en dos clases enemigas: la burguesía y el proletariado. De los siervos de la Edad Media nacieron los componentes de los primeros Municipios; de esta población municipal salieron los elementos constitutivos de la burguesía.
El descubrimiento de América y la circunnavegación del África ofrecieron a la burguesía naciente un nuevo campo de actividad. Los mercados de la India y de la China, la colonización de América, el comercio colonial, la multiplicación de los medios de cambio y de mercancías, imprimieron un impulso hasta entonces desconocido al comercio, a la navegación, a la industria, y aseguraron, en consecuencia, un desarrollo rápido al elemento revolucionario de la sociedad feudal en decadencia.
La antigua manera de producir no podía satisfacer las necesidades, crecientes con la apertura de nuevos mercados. El oficio, rodeado de privilegios feudales, fue reemplazado por la manufactura. La pequeña burguesía industrial suplantó a los gremios; la división del trabajo entre las diferentes corporaciones desapareció ante la división del trabajo en el seno del mismo taller. Pero los mercados se engrandecían sin cesar; la demanda crecía siempre. También la manufactura resultó insuficiente; la máquina y el vapor revolucionaron entonces la producción industrial.
La gran industria moderna suplantó a la manufactura; la pequeña burguesía manufacturera cedió su puesto a los industriales millonarios – jefes de ejércitos completos de trabajadores– a los burgueses modernos.
La gran industria ha creado el mercado universal, preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación, de todos los medios de comunicación. Este desarrollo reaccionó a su vez sobre la marcha de la industria, y a medida que la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles se desarrollaban, la burguesía se engrandecía, decuplicando sus capitales y relegando a segundo término las clases transmitidas por la Edad Media.
La burguesía, como vemos, es también producto de un largo desenvolvimiento, de una serie de revoluciones en los medios de producción y de comunicación. Cada etapa de la evolución recorrida por la burguesía ha estado acompañada de un progreso político correspondiente. Clase oprimida por el despotismo feudal; Asociación armada gobernándose a sí misma en el Municipio; en unos sitios, República municipal; en otros, tercer estado contributivo de la Monarquía; después, durante el período manufacturero, contrapeso de la nobleza en las Monarquías limitadas o absolutas, piedra angular de las grandes Monarquías, la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado universal, se apodera finalmente del Poder político – con exclusión de las otras clases – en el Estado representativa moderno. El Gobierno moderno no es sino un Comité administrativo de los negocios de la clase burguesa.
La burguesía ha ejercido en la Historia una acción esencialmente revolucionaria. Allí donde ha conquistado el Poder ha pisoteado las relaciones feudales, patriarcales e idílicas. Todas las ligaduras multicolores que unían el hombre feudal a sus superiores naturales las ha quebrantado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre hombre y hombre que el frío interés, el duro pago al contado. Ha ahogado el éxtasis religioso, el entusiasmo caballeresco, el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades, tan dolorosamente conquistadas, con la única e implacable libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, directa, brutal y descarada.
La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones hasta entonces reputadas de venerables y veneradas. Del médico, del jurisconsulto, del sacerdote, del poeta, del sabio, ha hecho trabajadores asalariados.
La burguesía ha desgarrado el velo de sentimentalidad que encubría las relaciones de familia y las ha reducido a simples relaciones de dinero.
La burguesía ha demostrado cómo la brutal manifestación de la fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, encuentra su complemento natural en la más lamentable pereza; pero es también la que primero ha probado lo que puede realizar la actividad humana: ha creado maravillas muy superiores a 1as pirámides egipcias, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha dirigido expediciones superiores a las invasiones y a las Cruzadas.
La burguesía no existe sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de trabajo, es decir, todas las relaciones sociales. La persistencia del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Este cambio continuo de los modos de producción, este incesante derrumbamiento de todo el sistema social, esta agitación y esta inseguridad perpetuas distinguen a la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas, con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas, quedan rotas: las que las reemplazan caducan antes de haber podido cristalizar. Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión. Impulsada por la necesidad de mercados siempre nuevos, la burguesía invade el mundo entero. Necesita penetrar por todas partes, establecerse en todos los sitios, crear por doquier medios de comunicación.
Por la explotación del mercado universal, la burguesía da un carácter cosmopolita a la producción de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su carácter nacional. Las antiguas industrias nacionales son destruidas o están a punto de serlo. Han sido suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción entraña una cuestión vital para todas 1as naciones civilizadas: industrias que no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las regiones más alejadas, y cuyos productos se consumen, no sólo en el propio país sino en todas las partes del globo.
En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, nacen necesidades nuevas, reclamando para su satisfacción productos de los lugares más apartados y de los climas más diversos.
En lugar del antiguo aislamiento de las naciones que se bastaban a sí mismas, se desenvuelve un trafico universa1, una interdependencia de las naciones. Y esto, que es verdad para la producción material, se aplica a la producción intelectua1. Las producciones intelectuales de una nación advienen propiedad común en todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de todas las literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.
Por el rápido desenvolvimiento de los instrumentos de producción y de los medios de comunicación, la burguesía arrastra la corriente de la civilización hasta las más bárbaras naciones. La baratura de sus productos es la gruesa artillería que bate en brecha todas las murallas de la China y hace capitular a los salvajes más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Bajo pena de muerte, obliga a todas las naciones a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la titulada civilización; es decir, a hacerse burguesas. En una palabra: se forja un mundo a su imagen.
La burguesía ha sometido el campo a la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado prodigiosamente la población de las ciudades a expensas de la de 1os campos, y así ha sustraído una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. De1 mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, las naciones bárbaras o semibárbaras a las naciones civi1izadas, ha subordinado los países de agricultores a los países de industriales. el Oriente al Occidente.
La burguesía suprime cada vez más el desparramo de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en un pequeño número de manos. La consecuencia fatal de estos cambios ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre sí por lazos feudales, pero teniendo intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes, han sido reunidas en una sola nación, bajo un solo Gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase, una sola tarifa aduanera.
La burguesía, desde su advenimiento, apenas hace un siglo, ha creado fuerzas productivas más variadas y colosales que todas las generaciones pasadas tomadas en conjunto. La subyugación de las fuerzas naturales, las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación a vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la roturación de continentes enteros, la canalización de los ríos, las poblaciones surgiendo de la tierra como por encanto, ¿qué siglo anterior había sospechado que semejantes fuerzas productivas durmieran en el seno del trabajo socia1?
He aquí, pues, lo que nosotros hemos visto: los medios de producción y de cambio, sobre cuya base se ha formado la burguesía, fueron creados en las entrañas de la sociedad feudal. A un cierto grado de desenvolvimiento de los medios de producción y de cambio, las condiciones en que la sociedad feudal producía y cambiaba, toda la organización feudal de la industria y de la manufactura, en una palabra, las relaciones feudales de propiedad, cesaron de corresponder a las nuevas fuerzas productivas.
Dificultaban la producción en lugar de acelerarla. Se transformaron en otras tantas cadenas. Era preciso romper esas cadenas, y se rompieron. En su lugar se estableció la libre concurrencia, con una constitución social y política correspondiente, con la dominación económica y política de la clase burguesa.
A nuestra vista se produce un movimiento análogo. Las condiciones burguesas de producción y de cambio, el régimen burgués de la propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, semeja al mago que no sabe dominar las potencias infernales que ha evocado. Después de algunas décadas, la historia de la industria y del comercio no es sino la historia de la rebelión de las fuerzas productivas contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación. Basta mencionar las crisis comerciales, que por su retorno periódico ponen cada vez más en entredicho la existencia de la sociedad burguesa. Cada crisis destruye regularmente, no sólo una masa de productos ya creados, sino, todavía más, una gran parte de las mismas fuerzas productivas. Una epidemia que en cualquier otra época hubiera parecido una paradoja, se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente rechazada a un estado de barbarie momentáneo; diríase que un hambre, una guerra de exterminio, la priva de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. ¿Y porqué? Porque la sociedad tiene demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no favorecen ya el desarrollo de la propiedad burguesa; al contrario, han resultado tan poderosas, que constituyen de hecho un obstáculo, y cada vez que 1as fuerzas productivas sociales salvan este obstáculo precipitar en el desorden a la sociedad entera y amenazan la existencia de la propiedad burguesa. El sistema burgués resulta demasiado estrecho para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo supera estas crisis la burguesía? De una parte, por la destrucción violenta de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos. ¿A qué conduce esto? A preparar crisis más generales y más formidables y a disminuir los medios de prevenirlas.
Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar al feudalismo se vuelven ahora contra ella. Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que manejan esas armas: los obreros modernos, los proletarios.
Con el desenvolvimiento de la burguesía, es decir, del capital, se desarrolla el proletariado, la clase de los obreros modernos, que no viven sino a condición de encontrar trabajo y que no lo encuentran si su trabajo no acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a venderse diariamente, son una mercancía como cualquier artículo de comercio; sufren, por consecuencia, todas las vicisitudes de la competencia, todas las fluctuaciones del mercado.
La introducción de las máquinas y la división del trabajo, despojando a la labor del obrero de todo carácter individual, le ha hecho perder todo atractivo. El productor resulta un simple apéndice de la máquina; no se exige de él sino la operación más simple, más monótona, más rápida. Por consecuencia, 1o que cuesta hoy día el obrero se reduce poco más o menos a los medios de sostenimiento de que tiene necesidad para vivir y perpetuar su raza. Según eso, el precio del trabajo, como el de toda mercancía, es igual a su coste de producción. Por consiguiente, cuanto más sencillo resulta e1 trabajo más bajan los salarios. Además, la suma de trabajo se acrecienta con el desenvolvimiento del maquinismo y de la división del trabajo, sea por la prolongación de la jornada, sea por la aceleración del movimiento de las máquinas y, por tanto, del rendimiento exigido en un tiempo dado.
La industria moderna ha transformado el pequeño taller patriarcal en la gran fábrica del burgués capitalista. Masas de obreros, amontonados en la fábrica, están organizados militarmente. Son como simples soldados de la industria, colocados bajo la vigilancia de una jerarquía completa de oficiales y suboficiales. No son solamente esclavos de la clase burguesa, del Estado burgués, sino diariamente, a todas horas, esclavos de la máquina, del contramaestre y, sobre todo del mismo dueño de la fábrica. Cuanto más claramente proclama este despotismo la ganancia como fin único, más mezquino, odioso y exasperante resulta.
Cuanto menos habilidad y fuerza requiere el trabajo, es decir, cuanto más progresa la industria moderna, con mayor facilidad es suplantado el trabajo de los hombres por el de las mujeres y los niños. Las distinciones de edad y sexo no tienen importancia social para la clase obrera. No hay más que instrumentos de trabajo, cuyo precio varía según la edad y el sexo.
Una vez que el obrero ha sufrido la explotación del fabricante y ha recibido su salario en metálico, se convierte en víctima de otros elementos de la burguesía: casero, tendero, prestamista, etc. Pequeños industriales, comerciantes y renteros, artesanos y labradores, toda la escala inferior de las clases medias de otro tiempo, caen en el pro1etariado: de una parte, porque sus pequeños capitales no les permiten emplear los procedimientos de la gran industria y sucumben en la concurrencia con los grandes capitalistas; de otra parte, porque su habilidad técnica es anulada por los nuevos modos de producción. De suerte que el proletariado se recluta en todas las clases de la población.
El proletariado pasa por diferentes fases de evolución. Su lucha contra la burguesía comienza desde su nacimiento. Al principio, la lucha es entablada por obreros aislados; enseguida, por los obreros de una misma fábrica, y a1 fin, por los obreros del mismo oficio de una localidad contra la burguesía que los explota directamente. No se contentan con dirigir sus ataques contra el modo burgués de producción, y los dirigen contra los instrumentos de producción: destruyen las mercancías extranjeras que les hacen competencia, rompen las máquinas, queman las fábricas y se esfuerzan en reconquistar la posición perdida del artesano de la Edad Media.
En este momento del desarrollo, el proletariado forma una masa diseminada por todo el país y dividida por la competencia. Si alguna vez los obreros se unen para obrar, esta acción no es todavía la consecuencia de su propia unidad, sino la de la burguesía, que para lograr sus fines políticos debe poner en movimiento al proletariado, sobre el que tiene todavía el poder de hacerlo, Durante esta fase los proletarios no combaten aún a sus propios enemigos, sino a los adversarios de sus enemigos; es decir, los residuos de la monarquía absoluta, propietarios territoriales, burgueses no industriales, pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico está de esta suerte concentrado en las manos de la burguesía; toda victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria burguesa.
Luego, la industria, en su desarrollo, no sólo acrecienta el número de proletarios, sino que los concentra en masas más considerables; los proletarios aumentan en fuerza y adquieren conciencia de su fuerza. Los intereses y las condiciones de existencia de los proletarios se igualan cada vez más a medida que la máquina borra toda diferencia en el trabajo y reduce casi por todas partes el salario a un nivel igualmente inferior. Por consecuencia de la creciente competencia de los burgueses entre sí y de las crisis comerciales que ocasionan, los salarios resultan cada vez más eventuales; el constante perfeccionamiento de la máquina coloca al obrero en más precaria situación; los choques individuales entre el obrero y el burgués adquieren cada vez más el carácter de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan por coligarse contra los burgueses para el mantenimiento de sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones permanentes, en previsión de estas luchas circunstanciales. Aquí y allá la resistencia estalla en sublevación.
A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas es menos el éxito inmediato que la solidaridad aumentada de los trabajadores. Esta solidaridad es favorecida por el acrecentamiento de los medios de comunicación, que permiten a los obreros de localidades diferentes ponerse en relaciones. Después, basta este contacto, que por todas partes reviste el mismo carácter, para transformar las numerosas luchas locales en lucha nacional centralizada, en lucha de clase. Mas toda lucha de clase es una lucha política, y la unión que los burgueses de la Edad Media, con sus caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios modernos la conciertan en algunos años por los ferrocarriles.
La organización del proletariado en clase y, por lo tanto, en partido político, es sin cesar destruida por la competencia que se hacen los obreros entre sí. Pero renace siempre, y siempre más fuerte, más firme, más formidable. Aprovecha las disensiones intestinas de 1os burgueses para obligarles a dar garantía legal a ciertos intereses de la clase obrera; por ejemplo, la ley de las diez horas en Inglaterra. Generalmente, las colisiones en la vieja sociedad favorecen de diversas maneras el desenvolvimiento del proletariado, La burguesía vive en un estado de lucha permanente; al principio, contra la aristocracia; después, contra aquellas fracciones de la misma burguesía cuyos intereses están en desacuerdo con los progresos de la industria, y siempre, en fin, contra la burguesía de los demás países. En todas estas luchas se ve forzada a apelar al proletariado, a reclamar su ayuda y también a arrastrarle al movimiento político. De tal manera la burguesía proporciona a los proletarios los rudimentos de su propia educación política; es decir, armas contra ella misma.
Además, como acabamos de verlo, fracciones enteras de la clase dominante son, por la marcha de la industria, precipitadas en el proletariado o al menos están amenazadas en sus condiciones de existencia. También aportan al proletariado numerosos elementos de progreso.
Finalmente, cuando la lucha de las clases se acerca a la hora decisiva, el proceso de disolución de la clase reinante, de la vieja sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan áspero, que una pequeña fracción de esa clase se separa y se adhiere a la clase revolucionaria, a 1a clase que lleva en sí el porvenir.
Lo mismo que en otro tiempo una parte de la nobleza se pasó a la burguesía, en nuestros días una parte de la burguesía se pasa al proletariado, principalmente aquella parte de los ideólogos burgueses que han llegado a la comprensión teórica del conjunto del movimiento histórico.
De todas las clases que actualmente se encuentran enfrentadas con la burguesía, sólo el proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria. Las otras clases peligran y perecen con la gran industria; el proletariado, al contrario, es su producto más especial.
Las clases medias, pequeños fabricantes, tenderos, artesanos, campesinos, combaten a la burguesía porque es una amenaza para su existencia como clases medias. No son, pues, revolucionarias, sino conservadoras; en todo caso son reaccionarias: piden que la Historia retroceda. Si se agitan revolucionariamente es por temor a caer en el proletariado; defienden entonces sus intereses futuros y no sus intereses actuales; abandonan su propio punto de vista para colocarse en el del proletariado.
La canalla de las grandes ciudades, esa podredumbre pasiva, esa hez de los más bajos fondos de la vieja sociedad, puede ser arrastrada al movimiento por una revolución proletaria; sin embargo, sus condiciones de vida la predispondrán más bien a venderse a la reacción.
Las condiciones de existencia de la vieja sociedad están ya destruidas en las condiciones de existencia del proletariado. El proletariado está sin propiedad; sus relaciones de familia no tienen nada de común con las de la familia burguesa; el trabajo industrial moderno, que implica 1a servidumbre del obrero al capital, lo mismo en Inglaterra que en Francia, en América como en Alemania, despoja al proletariado de todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él meros prejuicios burgueses, tras de los cuales se ocultan otros tantos intereses burgueses.
Todas las clases que en el pasado se apoderaron del Poder ensayaron consolidar su adquirida situación sometiendo la sociedad a su propio medio de apropiación. Los proletarios no pueden apoderarse de las fuerzas productivas sociales sino aboliendo el modo de apropiación que les atañe particularmente y, por consecuencia, todo modo de apropiación en vigor hasta nuestros días. Los proletarios no tienen nada que salvaguardar que les pertenezca, tienen que destruir toda garantía privada, toda seguridad privada existente.
Todos los movimientos históricos han sido hasta ahora realizados por minorías en provecho de minorías. El movimiento proletario es el movimiento espontáneo de la inmensa mayoría en provecho de la inmensa mayoría. El proletariado, capa inferior de la sociedad actual, no puede sublevarse, enderezarse, sin hacer saltar todas las capas superpuestas que constituyen la sociedad oficial.
La lucha del proletariado contra la burguesía, aunque en el fondo no sea una lucha nacional, reviste, sin embargo, al principio, tal forma. Huelga decir que el proletariado de cada país debe acabar antes de nada con su propia burguesía. Al enumerar a grandes rasgos las fases del desenvolvimiento proletario, hemos trazado la historia de la guerra civil más o menos latente que mina la sociedad hasta el momento en que esta guerra estalla en una revolución declarada y en la que el proletariado fundará su dominación por el derrumbamiento violento de la burguesía.
Todas las sociedades anteriores, como hemos visto, han descansado sobre el antagonismo entre clases opresoras y oprimidas. Más para oprimir a una clase hace falta al menos poderle garantir condiciones de existencia que le permitan vivir en la servidumbre. El siervo, en peno régimen feudal, llegaba a miembro del Municipio, lo mismo que el pechero llegaba a la categoría de burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. El obrero moderno, al contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más; por debajo mismo de las condiciones de vida de su propia clase. El trabajador cae en la miseria, y el pauperismo crece más rápidamente todavía que la población y la riqueza. Es, pues, evidente que la burguesía es incapaz de desempeñar el papel de clase dirigente y de imponer a la sociedad como ley suprema las condiciones de existencia de su clase. No puede mandar porque no puede asegurar a su esclavo una existencia compatible con la esclavitud, porque está condenada a dejarle decaer hasta el punto de que deba mantenerle en lugar de hacerse alimentar por él. La sociedad no puede vivir bajo su dominación; la que equivale a decir que la existencia de la burguesía es en lo sucesivo incompatible con la de la sociedad.
La condición esencial de existencia y de supremacía para la clase burguesa es la acumulación de riqueza en manos de particulares, la formación y el acrecentamiento del capital; la condición de existencia del capital es el salariado, que reposa exclusivamente sobre la competencia de los obreros entre sí. El progreso de la industria, del que la burguesía es agente involuntario y pasivo, sustituye el aislamiento de los obreros, resultante de la competencia, con su unión revolucionaria por medio de la asociación. Así, el desenvolvimiento de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía el terreno sobre el cual ha establecido su sistema de producción y de apropiación. Ante todo produce sus propios sepultureros. Su caída y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.