lunes, 8 de febrero de 2010

LA RESTAURACIÓN: 1815-1848 (Lectura 2)

La Restauración 1815-1848
Austria
El príncipe Clemente de Metternich, nacido en 1773, cerca de Coblenza, se convirtió desde 1809 en ministro de Asuntos Exteriores de Austria y, a través de su influencia sobre el emperador Francisco, ha sido visto ordinariamente como el inspirador de la política austriaca hasta su caída, en 1848. Los objetivos de esa política serían la consolidación de una Monarquía católica, de carácter absoluto y centralizado, que ejerciese un rotundo liderazgo sobre el mundo germánico y una tarea de vigilancia sobre la Europa balcánica y meridional. Para ello contaba con el apoyo de la Iglesia católica, de una burocracia imperial notablemente germanizada, y del Ejército imperial, que salvaguardaba los intereses austriacos, especialmente en Italia. En ese sentido, el sistema de Metternich ha sido visto, antes que nada, como un sistema de relaciones internacionales europeo, inspirado a partir de los intereses austriacos, contrarios al liberalismo y a la implantación de regímenes constitucionales. Esos principios habían hecho posible, a partir de lo acordado en diversos congresos, la intervención en otros Estados para impedir el triunfo de sistemas liberales, pero el liderazgo austriaco parecía debilitado después de 1830. La intervención de Viena en el proceso de la independencia de Bélgica había sido escasa, y las advertencias de Metternich tampoco habían contado mucho en la marcha de los griegos hacia la independencia o en las crisis del Próximo Oriente, suscitadas por el Bajá de Egipto, Mohamed Alí. En todo caso, Austria pudo mantener una cierta preeminencia y, a comienzos de los años cuarenta, Metternich obtuvo garantías suficientes de la estabilidad del Imperio Otomano, a la vez que veía difuminarse los peligros de una posible entente liberal franco-británica. Según algunos, Metternich había intentado ser el "gendarme de Europa", frente a los avances del liberalismo y el nacionalismo y, en ese sentido, sus logros fueron también moderados, ya que no consiguió impedir la progresiva implantación de regímenes liberales en la Europa occidental, ni contener del todo los procesos nacionalistas. Las independencias de Grecia y de Bélgica marcan los primeros avances decididos del nacionalismo europeo. En el plano de la política interior, Metternich ha sido presentado habitualmente como el factotum de un Estado policiaco, en el que las medidas de censura y espionaje impedían la consolidación de cualquier movimiento liberal y la posibilidad de un cambio revolucionario. En realidad, el papel de Metternich en la política interior debió ser mucho más modesto, dado el carácter desconfiado de Francisco I, y sólo en los años finales de éste parece haber adquirido verdadero ascendiente sobre el emperador. Por otra parte, Metternich tuvo que superar, desde finales de los años veinte, la competencia del conde Kolowrat, que tuvo a su cargo las cuestiones financieras y trató de contener las demandas de gastos hechas por Metternich para necesidades del Ejército y de la Policía. Kolowrat se ganó, de paso, una cierta fama de liberal en contraposición al conservadurismo de Metternich. A raíz del acceso al trono de Fernando I, en 1835, se abrió la posibilidad de que Metternich ejerciera el poder personal, como mentor del nuevo monarca, pero la reacción de la familia imperial llevó a la constitución de una Conferencia de Estado, que ejerció las funciones de regencia, y en la que Metternich tuvo que convivir con Kolowrat, bajo la presidencia del archiduque Luis. El carácter dubitativo de éste hizo que la Conferencia resultase aún más inoperante, hasta el punto de que Metternich pudo afirmar que dicho organismo administró el Imperio, pero no lo gobernó. Por lo demás, la caracterización de Austria como un Estado policiaco tampoco parece excesivamente ajustada. Alan Sked, que ha insistido en la necesidad de revisar esta imagen, ha señalado que una de las razones para explicar el triunfo de la revolución en Viena, en marzo de 1848, fue la escasa entidad de los efectivos de Policía y Ejército, que podrían haber garantizado el orden público. Es innegable que existía una fuerte censura de prensa y que la interceptación de la correspondencia era una práctica habitual, pero su eficacia no parece excesiva y, en última instancia, prácticas similares eran comunes en otros países de Europa (la violación de la correspondencia también era posible en el Reino Unido). En cualquier caso, las medidas de control policiaco demostraron su eficacia al alejar el peligro revolucionario hasta el hundimiento del régimen en 1848.También es verdad que el régimen tampoco se vio en excesivas dificultades con anterioridad a esa fecha. Las fuerzas liberales parecían extremadamente dispersas y la crítica política sólo parecía apuntar a reformas administrativas que asegurasen el buen gobierno, pero sin cambiar la Constitución. Buena parte de este criticismo aparecía en el semanario liberal clandestino Grenzboten, que se editaba en Bruselas, cuya lectura estaba al alcance de cualquiera, y en la difusión de algunos libros impresos en Hamburgo o Leipzig. El barón Victor von Adrian-Werburg, Franz Schuselka, el conde Schnirding, Karl Beidtel y Karl Moering estaban entre los autores que dirigían sus dardos contra las oligarquías nobiliaria y eclesiástica, aunque sus planteamientos resultasen relativamente moderados y, desde luego la Monarquía quedara siempre al margen de cualquier crítica.
Sistema de Congresos
Durante los años que siguieron al Congreso de Viena se fue desarrollando lo que más tarde se llamaría el sistema de Metternich. El canciller austriaco había inculcado a la alianza europea un carácter conservador y antiliberal, pero su sistema estaba destinado a servir, sobre todo, a los intereses de Austria. Estaba claro que era ya imposible conseguir que todos los territorios que estaban bajo su dominio formasen una unidad compacta, así pues, Metternich optó por un modelo de Estado austriaco más bien multinacional. Pero al mismo tiempo, grandemente influido por su colaborador Friedrich von Gentz, trató de conseguir en el interior de los Estados un equilibrio basado en el orden social. Consciente de que la debilidad del Imperio austriaco radicaba sobre todo en que el único lazo de unión de los diversos territorios que lo formaban era la dinastía Habsburgo, trató de obviar el peligro que representaban los nacionalismos alemán, italiano o eslavo. En Alemania dejó bien claro Metternich que no permitiría ningún brote nacionalista en la Dieta de la Confederación (Bund) que se reunió en Frankfurt en 1816, cuando disolvió las sociedades patrióticas de estudiantes (Burschenschaften) que existían en casi todas sus universidades, y cuando impuso una rígida censura de prensa. Tampoco dejaba lugar a dudas su actitud de limitar las cuestiones que podían ser discutidas en las asambleas parlamentarias y de hacer reconocer el derecho de intervenir en los Estados por parte de la autoridad federal. En Italia, la política de Metternich provocó mayor inquietud que en Alemania, porque a ésta le había ido mejor con el dominio napoleónico que a aquélla. Había disfrutado de una mayor cohesión y los métodos de los Habsburgo consiguieron soliviantar los ánimos, al menos en Lombardía y en Venecia, en donde se nombraron a alemanes y a eslavos en los puestos más importantes de la administración para impedir cualquier aspiración autonomista. El pequeño ducado de Parma estaba gobernado por María Luisa, la Habsburgo que había casado con Napoleón, y no ofrecía ningún problema para su control por parte de Austria, y en cuanto a Nápoles y Sicilia en el sur, que se hallaban bajo el gobierno de Fernando I de Borbón, tampoco planteaban ninguna dificultad ya que imperaba una general pobreza e ignorancia de la población, junto con una estrecha censura y control de la autoridad. La fuerza del sistema de Metternich en Italia residía también en el mantenimiento de la división entre sus distintos estados y en la ausencia de una fuerza capaz de aglutinar las aspiraciones nacionalistas. Para reforzar su sistema en el interior de los territorios del Imperio austriaco, Metternich había organizado un sistema de información increíblemente sofisticado que le permitía estar al tanto de todo los asuntos que se trataban en ellos. Mediante una centralización de toda la correspondencia con el extranjero, que tenía que pasar necesariamente por Viena, conseguía interceptar todas aquellas cartas que ofrecían información sobre los distintos gobiernos extranjeros y sobre todos aquellos asuntos que pudiesen interesar a su Cancillería. El sistema de Metternich iba más allá de las fronteras de Austria y alcanzaba a los destinos de Europa, que había llegado a adquirir para él "el valor de una patria". Por eso se convirtió en el adalid de la creación de una maquinaria que concertase la acción de los monarcas europeos. Para él, los asuntos internos y los internacionales eran inseparables, de tal manera que lo que ocurría dentro de algún Estado interesaba en cierta medida a los demás y justificaba el que éstos recabasen información y que, incluso, pudieran ponerse de acuerdo para llevar a cabo una intervención. El zar Alejandro sostenía la misma doctrina, pero en su forma más radical: quería que la alianza de las grandes potencias sirviese para sofocar la revolución dondequiera que se manifestase. Frente a esta concepción, ya fuese en su forma más moderada o en la más radical, los liberales y los nacionalistas sostenían lo contrario. Es decir, que los gobiernos debían depender única y exclusivamente de los pueblos a quienes gobernaban y que por lo tanto éstos no podían estar supeditados a los intereses y a los deseos de otros gobiernos extranjeros porque eso violaba el ideal de la independencia nacional y de la autodeterminación. Estas dos concepciones irreconciliables estuvieron vigentes en Europa, al menos, hasta 1848 y marcaron el desarrollo de las relaciones internacionales en el continente. Metternich sabía que tarde o temprano estallarían conflictos entre Austria y sus vecinos orientales, entre Rusia y Turquía, o entre Prusia y el Piamonte, por consiguiente había que poner en marcha la maquinaria para resolverlos mediante una acción concertada. Sería el "concierto de Europa" que había servido para derrotar a Napoleón y que había que mantener de alguna forma una vez que había desaparecido el peligro napoleónico. La fórmula consistía, como ya se ha visto, en la celebración de congresos periódicos en los que los gobiernos de las naciones más importantes pudieran ponerse de acuerdo para resolver las disputas y los problemas que amenazasen con quebrantar la paz y el equilibrio europeo. Metternich asumió esta idea y fue el que siempre llevó la iniciativa de su convocatoria. Tales congresos se celebraron en Aix la Chapelle en 1818, en Troppau en 1820, en Laibach en 1821 y en Verona en 1822.En el Congreso de Aix la Chapelle se trató especialmente de la marcha de los asuntos en la Francia restaurada y las grandes potencias la invitaron a entrar en una Quíntuple Alianza para preservar la paz europea, pero al mismo tiempo renovaron secretamente la Cuádruple como salvaguardia contra ella. El zar Alejandro intentó que se tomase el acuerdo de crear una fuerza internacional para que detuviese cualquier intento revolucionario, pero tanto Castlereagh como Metternich bloquearon este proyecto. Tampoco prosperó el intento del zar de organizar una ayuda a España para impedir la emancipación de sus colonias de América. En el Congreso de Troppau, celebrado en octubre de 1820, fue de nuevo el zar el que intentó convencer a los restantes socios de la coalición de que había que intervenir en España, donde acababa de triunfar la Revolución de 1820 que había obligado al monarca Fernando VII a aceptar la Constitución de 1812 y a sustituir la Monarquía absoluta por una de corte liberal, lo cual era estimado por Alejandro como un grave peligro que había que abortar. De nuevo Castlereagh, que no asistió a este Congreso, se opuso, alegando que cuestiones como esas afectaban únicamente a la política interior de cada país y que una intervención era "impracticable y objecionable", poniendo así las bases de lo que sería la política exterior británica en el futuro. Metternich, por su parte, tampoco estaba muy convencido de que el asunto de España mereciera tal atención, pero cuando estallaron revoluciones en Portugal, el Piamonte y Nápoles, aceptó convocar un nuevo congreso para ocuparse de la cuestión. Gran Bretaña y Francia aceptaron solamente enviar observadores.En el Congreso de Laybach -la actual Liubliana-, en enero de 1821, Metternich, con el apoyo de Prusia y Rusia, decidió reprimir la revolución en el Piamonte y en Nápoles, a pesar de las protestas británicas. En marzo de 1821 los ejércitos austriacos restablecieron la plena soberanía de sus respectivos reyes. El Congreso de Verona de 1822 fue convocado con motivo de una nueva revolución en el sur de Europa: esta vez en Grecia. Los griegos se habían levantado contra el dominio turco en marzo de 1821. El peligro para Metternich, Castlereagh y para todos los que deseaban mantener la paz en Europa, radicaba en la posibilidad de que el zar Alejandro interviniese contra los turcos para apoyar a los griegos. Cuando el nuevo Congreso se reunió en Verona en el otoño de 1822, los asuntos de España habían cobrado tal importancia que se les prestó más atención que a los de Grecia. Para entonces, Castlereagh se había suicidado y le había sucedido Canning, cuya postura hacia los congresos y hacia la intervención en los asuntos internos de otros países era aún más reticente que la de su predecesor. Las potencias enviaron una nota al gobierno liberal español de Evaristo San Miguel para que diese un giro a su política y cambiase la Constitución. En caso de negativa, Rusia se ofreció a enviar sus ejércitos, ante la alarma de Austria. Francia, por su parte, no deseaba que pisasen de nuevo su suelo tropas extranjeras, ni siquiera para pasar a España, pues el recuerdo, todavía fresco, de la presencia de las fuerzas aliadas después de la derrota napoleónica no hacía agradable la perspectiva. Así pues, fue la misma Francia la que se ofreció para enviar a España un ejército -los Cien Mil Hijos de San Luis- cuyo éxito le permitiría restablecer al primo de Luis XVIII, Fernando VII, en la plenitud de su soberanía, contribuiría a unir a los franceses interiormente en una empresa común y, por último, serviría para demostrar al mundo la fuerza del régimen restaurado. La intervención en España de los Cien Mil Hijos de San Luis consiguió su propósito de restablecer la Monarquía absoluta de Fernando VII, y quizá contribuyó a consolidar la Monarquía restaurada en Francia, pero fue también la causa de la desintegración del sistema de Congresos, pues Gran Bretaña, opuesta a la intervención, se retiró definitivamente de la Alianza; Rusia salió disgustada por no habérsele dado la oportunidad de participar en la empresa, y Francia actuaría desde entonces de forma cada vez más independiente. En definitiva, el sistema de Metternich iría languideciendo a partir de entonces y la política de concertación sería sustituida por la actuación individualista de cada potencia hasta desaparecer por completo con motivo de la oleada revolucionaria de 1830. Al margen de la política de concertación entre las grandes potencias europeas, después de la derrota napoleónica se abrió una etapa en la que cada una de ellas trataría de adaptar la experiencia revolucionario-napoleónica, dando respuestas a los interrogantes que se abrían ante su futuro. Para unos, como Francia y Gran Bretaña, la política reaccionaria imperante chocaba con las nociones europeas occidentales de libertad política y de garantía constitucional que habían aportado las revoluciones del siglo XVIII, aunque su aplicación se hiciese de forma distinta en cada lugar. Para otras, como las de la Europa central y oriental, los principios libertarios eran todavía demasiado peligrosos y lo único que provocaron fue una política de represión de toda manifestación en contra del orden establecido. En Francia, la restauración de los Borbones en la persona de Luis XVIII, había sido aprobada por las grandes potencias en nombre de la "legitimidad" y a propuesta de Talleyrand, pero en la inteligencia de que la Monarquía habría de reconocer y de confirmar las principales reformas sociales y políticas de la Revolución. La Carta misma que se promulgó en 1814, garantizaba las libertades individuales e instauraba en Francia una forma constitucional de monarquía limitada. Y aunque el nuevo monarca, al aceptar estas limitaciones daba muestras de su deseo de no arriesgar su cabeza como su antecesor en el trono, ni de volver a emigrar, como lo había tenido que hacer durante los tiempos revolucionarios, no tuvo más remedio que escapar de Francia otra vez cuando Napoleón regresó de la isla de Elba. Pero después del episodio de los Cien Días, cuando se produjo lo que se llamó la Segunda Restauración, se encontró con una Francia muy dividida, en la que hacía falta una mano dura y un gran tacto político al mismo tiempo. Para Dominique Bagge, el torrente de vitalidad que había derrochado Francia en los últimos años no se había agotado aún y la labor del nuevo monarca debía dirigirse a canalizarlo, trazándole un nuevo cauce. Sin embargo, su esfuerzo se limitaría a restaurar, cuando lo que hacía falta era reconstruir.Uno de los primeros problemas que tuvo que abordar Luis XVIII fue el de los emigrados. Muchos de ellos pensaron a su vuelta que había llegado el momento de ver recompensados sus sacrificios y premiada su fidelidad. Para la mayoría de ellos la historia había detenido su marcha desde el momento en que la Monarquía había sido sustituida por otro sistema y vivían todavía en el Antiguo Régimen. El rey francés no quiso dejarse llevar por la presión de estos emigrados y evitó en la medida en que le fue posible la depuración de los que habían estado ocupando cargos públicos. Bertier de Sauvigny ha señalado que sólo un 35 por 100 de los prefectos fue reemplazado. "Union et oublier" era el lema que había impuesto Luis XVIII al ocupar el trono. Sin embargo, en las primeras elecciones de agosto de 1815 obtuvieron mayoría los llamados ultra-realistas que formaron la "chambre introuvable". El duque de Richelieu, desde el gobierno, trató de limitar la reacción castigando a algunos culpables, como el general Ney, entre otros, que fue fusilado el 7 de diciembre de 1815. Unas nuevas elecciones en septiembre de 1816 dieron una mayoría moderada y Richelieu pudo comenzar a reparar los desastres de la derrota con una política de conciliación que fue apoyada por todos. En el orden relativo a las finanzas del Estado tuvo también un éxito notable la política de otro primer ministro, el conde de Villèle, que presidió el Consejo entre 1822 y 1824. Durante su mandato, el ministro de Asuntos Exteriores, Chateaubriand, arrastró a Francia a la intervención en España mediante el envío de los Cien Mil Hijos de San Luis, y cuando Luis XVIII murió en septiembre de 1824, Francia había recuperado el prestigio militar y político a los ojos del resto de Europa y en el interior se había restablecido la prosperidad y el orden, sólo alterado por algunas conspiraciones liberales (Didier, los cuatro sargentos de la Rochela, Berton) que tuvieron poco éxito. Con el nombre de Carlos X subió al trono francés el conde de Artois, hermano del rey fallecido. No poseía ni el tacto político ni la inteligencia de su predecesor y con su mayor conservadurismo daba la impresión de querer volver al Antiguo Régimen. Indemnizó a los emigrados con compensaciones por las propiedades que les habían sido confiscadas durante su ausencia; para reforzar la aristocracia inspiró un proyecto destinado a restablecer una especie de derecho de mayorazgo y proporcionó toda clase de favores a la Iglesia, con lo que generó una ola de anticlericalismo. En el exterior, dio satisfacción a los sentimientos de los nacionalistas impulsando una intervención a favor de la independencia de Grecia. Conservó en un principio al primer ministro Villèle, pero éste tuvo que dimitir ante los constantes ataques de que era objeto por parte de una brillante prensa liberal. En agosto de 1829, Carlos X facilitó el poder a un grupo de hombres que se destacaban por su mentalidad reaccionaria y a cuya cabeza estaba el nuevo jefe del gobierno, príncipe de Polignac. Éste quiso poner remedio a su impopularidad mediante la organización de una nueva empresa militar en el exterior. El pretexto que encontró no fue otro que el insulto que el bey de Argel había infligido al cónsul francés por haber organizado una expedición contra los piratas berberiscos. La operación dio como resultado la toma de Argel el 5 de julio de 1830. Sin embargo, aunque parezca paradójico, esa sería también la causa de su caída, por cuanto el éxito de la empresa le animó en su política reaccionaria, lo que provocaría el levantamiento de la oposición en unos momentos en que sus mejores tropas se hallaban fuera de Francia. En efecto, la Revolución de 1830 le obligaría a dejar el trono y a salir del país.En Gran Bretaña las tradiciones y los hábitos parlamentarios hacían funcionar la Monarquía constitucional sin grandes sobresaltos. Los tories se mantuvieron en el poder bajo lord Liverpool hasta 1827 y bajo Canning, Goderich y el duque de Wellington hasta 1830, gracias sobre todo a la división de sus oponentes, los whigs. Una prudente política financiera y una forma de manejar los asuntos públicos como si de una empresa se tratara, consiguieron revitalizar la economía inglesa después de la crisis agrícola de 1815-1816 y la crisis comercial de 1819. Sin embargo, de la misma manera que en Francia, la política conservadora impidió la puesta en marcha de nuevas reformas. El clima que se respiraba en Gran Bretaña en los años posteriores a la derrota napoleónica era de temor ante cualquier manifestación de disidencia, y de restricción de libertades públicas. El rey Jorge IV había ocupado la regencia desde 1811 hasta 1820, y desde ese año hasta su muerte en 1830, el trono británico. No fue un monarca muy popular y así lo ponía de manifiesto el comentario del periódico londinense The Times en su necrología: "Nunca hubo una persona cuya muerte fuera menos lamentada por sus súbditos que este rey. ¿Qué lágrimas se han derramado por él? ¿Qué corazón ha dado muestras de dolor desinteresado?"A partir de los años veinte, se inició un cierto cambio en la política de los tories. Los dos ejemplos más claros del prudente reformismo de los conservadores británicos de este periodo fueron, por una parte, la abolición de las Combination Laws en 1824, y por otra, la concesión de igualdad de derechos a los protestantes disidentes y a los católicos en 1829. La primera de estas medidas venía a suprimir unas leyes aprobadas a principios de siglo, mediante las cuales se prohibían las asociaciones de varios tipos y entre ellas las de carácter sindical que podían ser objeto de acusación de conspiración. Sin embargo, los empresarios creían que estas medidas provocaban los problemas más que los evitaban, así es que los sindicatos volvieron a autorizarse para la negociación de los salarios y de las horas de trabajo, pero con una expresa prohibición del uso de la intimidación y la violencia. A lo largo de la década, los sindicatos experimentaron un gran desarrollo y pudieron tratar con libertad las mejoras en las condiciones de trabajo. En cuanto a la segunda de las medidas, permitía que los protestantes disidentes pudiesen acceder a los puestos de la administración en igualdad de condiciones con respecto a los miembros de la Iglesia de Inglaterra. Con respecto a los católicos, la medida afectaba especialmente a los irlandeses ya que en Inglaterra había solamente unos 60.000. En Irlanda no había parlamento, pero sus habitantes tenían derecho a enviar representantes al Parlamento inglés de Wetminster, donde no podían sentarse los católicos. El irlandés Daniel O'Connell organizó un movimiento destinado a conseguir el levantamiento de esa prohibición y cuando él mismo fue elegido diputado, consiguió que se le reconociese a los católicos el derecho a ser elegidos para todos los cargos en el Reino Unido, excepto para algunos muy específicos, así como los mismos derechos civiles que a los protestantes. Para David Thompson, éstas eran muestras del triunfo de los métodos de la legalización de las asociaciones populares que otros iban a imitar pronto.Junto con este reformismo moderado, Gran Bretaña conoció también por estos años una corriente radical que tomó fuerza como consecuencia de la crisis económica de 1815-1816. Uno de sus líderes más destacados fue John Cartwright y su propósito era el de proponer la reforma del Parlamento y el sufragio universal. Los radicales organizaron un movimiento de protesta contra la Corn Law de 1815 alegando que encarecía el pan, en el que contaron con la virulenta pluma de William Cobbet a través de su periódico Political Register. En esta atmósfera, cuando una multitud de alrededor de 60.000 personas se disponía a escuchar en St. Peter´s Field, en Manchester, a un orador que iba a pronunciar un discurso de protesta, un escuadrón de caballería recibió la orden de cargar provocando el pánico de los reunidos. Se produjeron 11 muertes y más de 400 personas resultaron heridas en lo que sardónicamente se le llamó la Batalla de Peterloo. Aquel episodio contribuyó a aplacar el movimiento radical, pero al mismo tiempo pasó a convertirse en un mito popular de la lucha por las libertades. Aquel mismo año de 1819 se aprobaron las llamadas Seis Leyes mediante las cuales quedaban prohibidas las manifestaciones, las reuniones para escuchar protestas políticas o religiosas, se autorizaban los registros domiciliarios, se reducían los derechos de los acusados en un proceso criminal y se imponía a los diarios un pesado impuesto para restringir su circulación. El propósito de estas leyes y de la política represiva en general, era el de evitar que la agitación política calase en las capas más bajas de la sociedad, y esta actitud era respaldada tanto por los tories como por los whigs, quienes no estaban dispuestos a admitir que las clases trabajadoras tomaran conciencia de la lucha política. Con tiempo y con un gobierno prudente, su situación podía mejorar, pero el radicalismo y la democracia sólo podían acarrear frustración y desilusiones. En 1822 Robert Peel fue nombrado ministro del Interior en el gabinete británico presidido por lord Liverpool, y unos meses más tarde, George Canning ocupó la Secretaría del Foreign Office, después del suicidio de Castlereagh. Estos hombres, a pesar de que la represión había hecho desaparecer a muchos agitadores y que la presión por los cambios había desaparecido en la práctica, emprendieron una política de reformas destinadas a recuperar la prosperidad económica y a aliviar la miseria de los más desheredados que era lo que había alimentado la inquietud popular. Sin embargo, no hubo mucho interés en llevar a cabo una reforma parlamentaria y hasta que no se produjo la Revolución de 1830 en Francia y el fallecimiento del rey Jorge IV, no se volverían a producir intentos para llevar adelante algunos avances democráticos. En la Europa mediterránea, la etapa de la Restauración se desarrolló en medio de los enfrentamientos entre las fuerzas que pugnaban por implantar las innovaciones surgidas de la Revolución y aquellas que se resistían a ceder los presupuestos del Antiguo Régimen. En España, el reinado de Fernando VII (1814-1833) estuvo jalonado por una serie de cambios mediante al que una etapa de seis años en la que se restauró la Monarquía absoluta, siguió otra de tres años en la que el rey se vio forzado a aceptar la Constitución de 1812 y a reinar como monarca constitucional, para implantar finalmente, y por segunda vez, la Monarquía absoluta durante los diez últimos años de su vida. El liberalismo español, triunfante después de la Revolución de Riego en 1820, fue el que desató el temor entre las potencias europeas y motivó el envío del ejército francés de "Los Cien Mil Hijos de San Luis" para reponer a Fernando VII en la plenitud de su soberanía. A partir de 1823, estos liberales tuvieron que sufrir la persecución o el exilio hasta que la muerte del rey diera paso definitivamente a un régimen constitucional a pesar de la oposición de los llamados carlistas, partidarios de mantener aún las estructuras del Antiguo Régimen.En Portugal, la revuelta de los liberales hizo que el rey Juan VI regresase a Lisboa como monarca constitucional, dejando a su primogénito Pedro como rey de Brasil. Sin embargo, los elementos más reaccionarios de la corte se ampararon en su segundo hijo, Miguel, para obligarle a renunciar a las reformas liberales. A la muerte de Juan, en 1826, don Miguel asumió la regencia de la legítima heredera, doña María II, hija de su hermano Pedro de Brasil. Alentado por el apoyo de los conservadores, Miguel declaró a su sobrina incapacitada para gobernar en 1828, asumió todo el poder y declaró nula la Constitución. Miguel comenzó a reinar como rey absoluto, de la misma forma que Fernando VII lo estaba haciendo en España. La situación de Italia era también de enfrentamiento entre las fuerzas liberales y las conservadoras con la complicación añadida de la división del territorio y la presencia de fuerzas extranjeras. Tras la derrota napoleónica, que había convertido al Reino de Roma en una pieza importante en el conjunto del Imperio, Italia presenció el retorno de las viejas dinastías con sus privilegios y el predominio de la aristocracia. Por esa razón, la caída de Napoleón no fue vista de igual forma que en otros territorios europeos, como una liberación. Quizá también por eso, los movimientos liberales adquirieron aquí un aire especial, con una gran actividad clandestina a través de las sociedades secretas de "los carbonari", "los adelphi", etc., cuyos líderes Buonarotti, Pecchio, Pepe y otros, tuvieron un destacado protagonismo en la lucha por las libertades dentro y fuera de Italia. Sin embargo, en el reino de las Dos Sicilias, en los Estados Pontificios, en el Piamonte y Saboya, así como en los pequeños Estados de Parma y Piacenza, o en el gran Ducado de Toscana, prevalecieron los regímenes de plena soberanía real, a pesar de que a principios de la década de 1820 estallasen movimientos revolucionarios, pronto sofocados por la acción policíaca o la intervención extranjera. En el extremo oriental de Europa, Rusia había visto frenada sus ambiciones expansionistas por el resto de las naciones europeas. No obstante, el imperio del zar Alejandro I se extendía desde Polonia y Finlandia en el oeste, hasta Siberia y las orillas del Amur en el lejano Oriente, y desde el Ártico en el norte hasta las orillas del Mar Negro y del Mar Caspio en el sur. A pesar de las expectativas iniciales, Alejandro no llevó a cabo en estos territorios ninguna política de reforma. Los requerimientos en el exterior y su voluble carácter le impidieron concentrarse en los asuntos internos y, por otra parte, fue abandonando el moderado reformismo de su juventud, influido por los consejeros reaccionarios de los que se rodeó. A su muerte, en diciembre de 1825, su hermano y sucesor Nicolás I continuó esta tendencia absolutista. El nuevo zar tuvo que enfrentarse con la crisis conocida como la Revolución Decembrista, en la que 3.000 soldados de diversos regimientos se sublevaron en la capital el 14 de diciembre, y que podría encajarse con los movimientos similares de España, Portugal, Nápoles, etc., en lo que algunos historiadores han llamado el ciclo revolucionario de 1820. Manifestaban así su descontento por las condiciones de vida, por la corrupción de la administración, por la precariedad de la situación de los militares y por la situación de los siervos. Las tropas del gobierno sometieron a los rebeldes y sus principales líderes fueron condenados a muerte y ejecutados. Aquel episodio fue seguido por una dura política de represión por parte de Nicolás I, quien se mostró contrario a cualquier clase de reforma. La policía secreta -la famosa Tercera Sección- en manos del conde Benckendorff, se convirtió en el símbolo de su reinado. Cuando en la mayor parte de Europa se producía el nuevo ciclo revolucionario de 1830, en Rusia permanecían inamovibles la rígida dictadura policial y todo el aparato burocrático del zarismo.
Fuente: www.artehistoriajcyl.es

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